Pasillos oscuros para niños con miedo.
domingo, 30 de diciembre de 2018
jueves, 27 de diciembre de 2018
Bolsillos de mar
Tendría diecisiete cuando la lanza la atravesó. En las brumas ténebres se alumbró una pupila nueva que, a la compañía del tiempo, agradable, tan querida, sosegada, observó de forma extraña, y de la nada vio pecas como constelaciones, entendimiento como bálsamo, figura como poesía, y comenzó a escribir. Hacía ya tiempo que había sustituido las historietas por notas y apuntes de la clase, pero de un cerillazo quemó el folio el primer verso, titubeante, torpe, genuino. Supo bien, antes de confesar, que no tenía remedio. Cuando sacó las manos de los bolsillos, éstas olían a sal.
Era otoño siempre por dentro. No dejaban de deslizarse las hojas secas por la superficie líquida del lago. Cien días lóbregos a diario, repiqueteando discreta la lluvia en los cristales del iris, y a pesar de los cercos negros bajo las pestañas nocturnas, de la retina siempre despedida tenue luz que convertía el polvo en hadas. “Te imagino derramado sobre el colchón, eterno en un segundo, y con los ojos cerrados hablas como el crepitar de un gramófono”. En ocasiones rimaba, otras veces, no. A un mentor le contó el secreto inundante, el libro de versos le explicó. Obsesión, repuso, y el desprecio fue instantáneo, y el poso indeleble. A cada lágrima de tinta, más arena entre las costuras.
Nunca se detiene del todo el tiempo. Hay que olvidarse, y, durante un tiempo, las tapas del cuaderno se quedaron selladas en la silla del después. Hay que olvidarse y hay que prender nuevos fuegos, porque la playa dentro de la ropa pesaba como para arrastrarla. Y hubo caricias y amores de lengua y de meses caducos. La inspiración creerá que me he olvidado, como quiero creerlo yo, y mientras duró el encanto se secaron todos los cartuchitos de azul. Mientras duró. No importó. Hay que olvidarse. Al tiempo, otro, desempaquetar sensación, y años juntos, vida tranquila, cariño intenso como para convencerse de la extinción de la memoria. Cada vez que se vieran, para sus adentros un “no”. ¿Cómo es que las algas comienzan a trepar los costados del chaquetón?
Maldita otra vez cuando se atrevió a retomar la pluma: “Recorrerte las vértebras levitando sobre tu piel y dejarte en la nuca estampado el beso de mis yemas”. Sabes que no, sé que no. ¿A qué confesarse de nuevo si no podrás amarme nunca? Y a nadie amante que tú tengas se frenan las olas ribeteadas de algodón.
La siguiente vez que se paró la tinta fue después de un particular amanecer sombrío, tras el beso medio accidente, mejor que imaginado, exactamente como soñado. No, claro que no. Arrasaron el alma todas las lágrimas, pero en la suma tristeza era inmarcesible el destello de flor. Se inundaba cada cuarto en el que ella entraba; casi fue la libreta insalvable porque se quedaron todas las hojas empapadas, blandas, pegadas después, entre palabras que se gritaron pero nunca fueron dichas.
Se vio arrinconada una vez. Le vaciaron los bolsillos bajo la amenaza de un filo de navaja, las toneladas de sal perlada llenaron la estación y pronto se sepultarían todos bajo el manto salino de la ilusión y de la decepción. Qué suerte encontrar salvavidas, porque eso fue.
Cajas de mudanza, y el cuaderno ya seco, pero yermo, guardado en inolvidable rencor. Huele a mar tu armario, a cambio ella sonrió. Y después se perdió la sangre, casi un año para volver, y de regalo un retoño de la tierra húmeda y de las nubes que le vendó los ojos para nada más, hasta que se acordó de quiero verte, hay que olvidarse. Década y lustro, una tarde cualquiera después del dermatólogo, las manos jóvenes y tiernas, como cuando ella y la perdición, sacaron a orear las páginas blancas de la blanda vehemencia de pasión oceánica. Por eso te huele así la piel y te tiemblan de sal los cabellos. Ante la verdad, de nuevo otra hoja: “Tengo ciento veinticuatro lunares en el cuerpo. Nunca uno más y nunca uno menos. Si me quitan un lunar, brota otro al punto. Empiezo a sospechar que ni una peca sumará ni se borrará hasta que no las cuentes con tus besos”. Pero hace siglos que está todo dicho, todo asentado, todo decidido.
Nunca más un amanecer: siempre al ocaso, durante horas como capas de polvo pesado. Y, de todos modos, el tiempo de otro adiós, de la vida sola acompañada de amor distinto. Antes habrán de salirle alas a mis remos que alcanzarte. Están tan llenos de ponto los bolsillos que se desbordan a cada paso, y nunca terminan de vaciarse, rebosan infinitamente. Arena, agua, sal, tormenta, sol de plomo. Hasta la senectud no nadarían juntos en el mar que goteó hasta dos almas estrechas, cumplida de tinta la profecía.
sábado, 22 de diciembre de 2018
viernes, 21 de diciembre de 2018
Soledad
Soledad, tienes nombre de mujer
y las pestañas de lágrimas llenas;
lunas delgadas que alejan
garganta y sangre de estas aceras.
Soledad, tienes tus siete letras
inscritas en mis palmas, en mis venas
en un silencio rugiente
que pide lumbre y desdeña a la gente.
Soledad, qué bello canto
qué blanca condena, qué suave llanto.
lunes, 17 de diciembre de 2018
Zoo
Para Rubén
Esta ciudad es demasiado grande. El cielo es una
algarabía de antenas y tejados; el suelo, una marabunta de transeúntes
ausentes. No soy tan especial como para no detestar las aglomeraciones. De
hecho, no soy nadie que destaque en nada. Me dedico a esquivar a los paseantes
lentos y a observar el desorden, esperando encontrar el milagro que por fin le
dé sentido a mi existencia. No, la inactividad no me ayuda, pero no tengo
fuerzas para ponerme a vivir sin tener ni idea de qué quiero ser. De momento, no
soy. Sólo respiro. Pero, como decía, no me gustan los lugares masificados. A
veces me pongo a pensar en cuántas personas se están muriendo ahora mismo a mi
alrededor, y estoy demasiado asustada como para querer conocer la cifra. Yo no
quiero morirme sin haber tenido vida.
Sí que podría
llegar a saber cuántos animales se mueren: están siempre entorno a mí, en
cuanto pongo un pie en la calle. A veces me encuentro una paloma aplastada en
la calzada, y entonces miro hacia arriba y veo que ya se ha unido a la bandada
de aves que vuelan tras de mí, como un séquito. Nunca lo hubiera dicho, pero de
todos los animales que me siguen, la que más apegada está a mí es una rata. En
cuanto me ve, se sube a mi hombro, y ahí se queda, estática, haciéndome
compañía. Según por la calle que paso, se unen algunos al séquito o se van. En
ocasiones los perros se distraen y se van tranquilamente por su cuenta, o los
gorriones deciden quedarse en un alféizar cualquiera, o los gatos encuentran un
cachito de acera al sol y se tumban, y hasta la próxima. Desde siempre los he
visto y los he oído, es tan normal… Por eso nunca dije nada a nadie, porque es
tan normal que los demás lo consideran una rareza. Cuando me siento en un
banco, los perros se tumban a mis pies, los gatos se distribuyen entre asiento
y respaldo, y las aves se posan donde encuentran. Cuando entro en cualquier
cafetería o tienda, me esperan fuera. Creo que lo que más me divierte es cuando
los perros me siguen hasta la playa y se ponen a jugar por la orilla. Las veces
así llego incluso a sentirme bien.
Yo solía ser
alegre.
viernes, 14 de diciembre de 2018
Cuentos de pueblo — Mieles
Me sé un himno que es como una plegaria. Mi madre, tan beata siempre, me inculcó el
creer, y creí hasta que me besó un hombre y me enamoré. Son una jodida broma los
crímenes por amor. Esta madrugada van a matarme por querer. A estos cabrones no les
tuvo que querer su madre. Si no, que me expliquen por qué se alían para imponerse:
porque ni ellos mismos se quieren.
Al girar la vista veo alejarse las casas blancas que eran mi familia: empieza el
amanecer. El último que voy a ver. Este camino me lo he recorrido desde que sé
caminar. En verano huelen las amapolas como un abrazo. El verano es este camino,
es poner los pies en el agua helada del arroyo, es tender las sábanas con mi madre.
A mi madre la salvó Dios del animal que me engendró. Menos mal que ella creía.
Yo dejé de creer porque no iba nadie a convencerme de que un beso que supo tan
bien era pecado. Nos encontramos muchas veces de noche en el camino. Ya hemos
pasado el desvío por el que nos metíamos a abrazarnos, yo resoplando y él suspirando
en mi nuca. El día estará medio nublado porque se ven en el cielo tiras rosadas.
La senda hace subida. La subía yo a saltos hasta que me partió la pierna aquel hijo de perra de Francisco. Me mató a Fiel, mi pastor, porque no quise irme con él. No se me olvida el abrazo a mi perro muerto. Tenía yo treinta y tres años. Me fui a buscarlo y le salté media boca de dientes con la culata. Me rompieron la pierna en la paliza. Francisco me gritaba maricón. Menudo hijo de perra. Y yo, cuarenta años más tarde, arrastrando todavía el pie.
Dicen que me matan por el himno que es como una plegaria. No es verdad. A nadie le interesa en Mieles la política. Me matan por haberme escondido con otros hombres. Tengo ahora delante al Grabiel, y ya conocí una vez su espalda. Será veinte años más joven que yo. Pobre. Tiene aún mujer e hijos. Cómo me duele la maldita pierna. Pronto se pasará.
Creo que los asesinos lo están haciendo mal. Te sacan a pasear más de madrugada y te pegan el tiro antes de que salga el sol. El aire huele a polvo y a fresco. Hace frío, y yo con una camisa sola que de poco me ha de servir ya. Me pregunto qué es lo que se siente en ese instante que tardas en caerte al suelo.
Cómo me duele la maldita pierna. Media vida arrastrándola. Te acuerdas de mi madre, ¿verdad? Era grande la madre, grande. Y cantaba las plegarias como himnos. Te acuerdas de verla frotando con jabón la ropa de todo Mieles. De eso trabajaba, lavando la ropa. Te besaba los morros siempre que te enganchaba y sabes que cuando creciste le costaba no sentarte en su regazo para acunarte. Nunca le dijiste lo de que no crees ya. Pobrecita, se hubiera llevado un disgusto. Qué bien huele el polvo. Nunca olió así de bien. Oyes cerca el agua del arroyo, y cómo dolían los pies al sacarlos, como si te mordiera una fiera. Tu madre te hubiera reñido. Pero reñía con amor. Agradeces que nunca te riñera tu padre, porque te hubiera apaleado. Ya ves la piedra. Igual, como con tu madre, se hubiera sacado el cinturón. Fuiste afortunado de que no se fijara en ti apenas. Otros como tú aún tienen las marcas del cinto en la espalda. El Grabiel, sin ir más lejos. Le lamiste las cicatrices mientras él se sacudía a tu ritmo. El Grabiel fue dulce, dulce como Fiel.
Os ponen en fila contra la piedra. No te acuerdas de cómo has pasado los últimos metros. Te da mucho miedo la muerte. Ojalá creyeras en Dios. Ya se ha hecho de día. Oyes cómo cargan las armas. Antes de que te disparen en el pecho, gritas tu himno que es como una oración. Te caes de rodillas.
lunes, 10 de diciembre de 2018
Aria
Aria tenía diecinueve años y hacía tres que se había
perdido y que guardaba la foto de carné de su madre como un tesoro en la
cartera. Vivía sola en el mundo inmenso de un pueblo enano y tan extraviado en
una meseta con pradera como lo estaba ella en la planicie de la indefensión.
Cuando se despertaba, siempre pasadas las diez de la
mañana, tomaba su taza de café de un sorbo y barría la diminuta casa. Echaba
las cartas hasta el ángelus y, cuando las luces del cielo se cambiaban por las
farolas veladas, muchas sábanas recorría hasta volver a su propia cama.
Aria había sido una niña un día. Soñaba con ser bailarina
e inaugurar las noches en teatros. Si bien ahora danzaba, era entre recuerdos
ajados y cubiertos por el polvo de la lejanía que sus memorias empañaba. Los
pedazos de su historia que le quedaban eran las tardes de marzo en casa, cuando
la lluvia salpicaba las ventanas y mamá leía cuentos hasta la cena. Lo que
ineludiblemente recordaba era su drama de dieciséis años. A ella le gustaba
leer y escuchaba música clásica, y él tenía una moto, un tatuaje en el brazo y
sus manos siempre abrasaban. Aria se dejó devorar. Tras la ruptura que desde el
principio había sido anunciada, se subió al primer autobús que encontró, y con
nada en los bolsillos se escapó de sus ensoñaciones de tablas y de sus
sinfonías ya olvidadas. Tratar de
entender escocía.
Ahora, cada mañana, se bebía su café de un trago.
A las seis, los fulgores cerúleos se asfixiaban,
apretados por las manos de la noche glacial. La casa de Aria no tenía bombillas
de neón ni se anunciaba, pero por esta hora siempre aparcaba algún coche en la
entrada. Ella recogía los botellines nocturnos de anteayer y se descalzaba
mientras él se acomodaba. Empezaba de nuevo un baile: él se reclinaba y ella lo
abrazaba entre sus muslos de leche agria. Retomaba el amor ficticio de los
tatuajes en el brazo, pero las yemas gangrenaban.
Retumbó sobre los jadeos un trueno de amenaza. Pasó
desapercibido en la enajenación frenética del copulante, que sobre las caderas
de Aria se agitaba y echaba a perder la integridad que le restaba. Luego los
cuerpos unidos se volteaban, y quedaba ella encima, y, con el vaivén que la
taladraba, el relámpago cruzó el cielo. El orvallo arreciaba.
No le gustaba el invierno: era cuando más llovía. La
lluvia salpicaba las ventanas y pensar ahora era el reúma del alma.
–¿Quieres
un café?–preguntó Aria.
–No,
gracias. Me esperan en casa.
Al par de horas volvía ella a estar en la cama, degustando
besos opacos. La tormenta no cedía y la frigidez todo lo ocupaba.
Cuando la lluvia parara, ¿quién quedaría para amarla?
martes, 4 de diciembre de 2018
Diáfana cúspide
Modificado del jueves, 01 de noviembre de 2012.
Desvanecida sombra que se proyecta
contra el alféizar de la ventana helada;
crepitando mis pasos en la acera florecen
las malas hierbas.
Hastiando un refunfuño
que se queja de mis cadenas
se asoma al nido mullido
de la blanca lavandera,
que con su prisa y su gorjeo
una vez hizo que viera el sol de luna
lleno.
Será la (b)risa del tiempo,
navegante del silencio,
que abriga cada paso,
cada lágrima y fracaso.
Es la propia senda la que empuja,
suavemente;
que el largo caminar no ceda
en el polvo
de los días,
todo yermo hacia atrás
y ciego hacia adelante, que
mis ojos el destino a vislumbrar
no alcancen.
Desvanecida sombra que se proyecta
contra el rubor de la nube
en el cénit de la aurora,
acariciando las briznas frescas
mis pies descalzos,
florezco a veces en la negra dehesa
llenita de olvido...
Di que en ella habito
y mi alma desvisto
de su pesada carga,
y se suaviza de la boca la antigua mueca amarga.
Apresar en mi aliento tu aliento.
Enfocar las pupilas embriagadas,
el iris feliz del si-la-be-o.
Alevilla mía, libamos el mismo viento,
fotógrafo en el parpadeo
del leve roce de un recuerdo.
El Diario
Tenía el trabajo con el que durante toda su vida había soñado. Cada mañana se sentaba ante el mostrador de una caseta de la plaza de la iglesia y preparaba su sonrisa, sus folios blancos, sus hojas de papel reciclado y su papel para cartas; sus lápices, sus colores, sus bolígrafos y su pluma y su tintero. Entonces, esperaba. En el cartel de la caseta se anunciaba una única frase:
SE ESCRIBE
Ella era la maga de las palabras. Las doblegaba a voluntad, las adiestraba, se las apropiaba, las devolvía al mundo. Ella era una redactora de cartas de amor, una poeta, una copista de inspiraciones. Ella era un diario.
Así que cada día escribía mil páginas para mil personas, vertiendo en cada una de ellas su alma entera, y disfrutaba escuchando a la gente y encontrándoles la palabra precisa, haciendo con el lenguaje lo que un ceramista con sus manos.
La pena venía más tarde, cuando echaba la llave de la caseta. No la habían avisado de lo sola que se iba a sentir, pues, en cambio, a ella no la escuchaba nadie.
***
Modificación de un texto de 2013.
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