Aria tenía diecinueve años y hacía tres que se había
perdido y que guardaba la foto de carné de su madre como un tesoro en la
cartera. Vivía sola en el mundo inmenso de un pueblo enano y tan extraviado en
una meseta con pradera como lo estaba ella en la planicie de la indefensión.
Cuando se despertaba, siempre pasadas las diez de la
mañana, tomaba su taza de café de un sorbo y barría la diminuta casa. Echaba
las cartas hasta el ángelus y, cuando las luces del cielo se cambiaban por las
farolas veladas, muchas sábanas recorría hasta volver a su propia cama.
Aria había sido una niña un día. Soñaba con ser bailarina
e inaugurar las noches en teatros. Si bien ahora danzaba, era entre recuerdos
ajados y cubiertos por el polvo de la lejanía que sus memorias empañaba. Los
pedazos de su historia que le quedaban eran las tardes de marzo en casa, cuando
la lluvia salpicaba las ventanas y mamá leía cuentos hasta la cena. Lo que
ineludiblemente recordaba era su drama de dieciséis años. A ella le gustaba
leer y escuchaba música clásica, y él tenía una moto, un tatuaje en el brazo y
sus manos siempre abrasaban. Aria se dejó devorar. Tras la ruptura que desde el
principio había sido anunciada, se subió al primer autobús que encontró, y con
nada en los bolsillos se escapó de sus ensoñaciones de tablas y de sus
sinfonías ya olvidadas. Tratar de
entender escocía.
Ahora, cada mañana, se bebía su café de un trago.
A las seis, los fulgores cerúleos se asfixiaban,
apretados por las manos de la noche glacial. La casa de Aria no tenía bombillas
de neón ni se anunciaba, pero por esta hora siempre aparcaba algún coche en la
entrada. Ella recogía los botellines nocturnos de anteayer y se descalzaba
mientras él se acomodaba. Empezaba de nuevo un baile: él se reclinaba y ella lo
abrazaba entre sus muslos de leche agria. Retomaba el amor ficticio de los
tatuajes en el brazo, pero las yemas gangrenaban.
Retumbó sobre los jadeos un trueno de amenaza. Pasó
desapercibido en la enajenación frenética del copulante, que sobre las caderas
de Aria se agitaba y echaba a perder la integridad que le restaba. Luego los
cuerpos unidos se volteaban, y quedaba ella encima, y, con el vaivén que la
taladraba, el relámpago cruzó el cielo. El orvallo arreciaba.
No le gustaba el invierno: era cuando más llovía. La
lluvia salpicaba las ventanas y pensar ahora era el reúma del alma.
–¿Quieres
un café?–preguntó Aria.
–No,
gracias. Me esperan en casa.
Al par de horas volvía ella a estar en la cama, degustando
besos opacos. La tormenta no cedía y la frigidez todo lo ocupaba.
Cuando la lluvia parara, ¿quién quedaría para amarla?
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