lunes, 10 de diciembre de 2018

Aria

Aria tenía diecinueve años y hacía tres que se había perdido y que guardaba la foto de carné de su madre como un tesoro en la cartera. Vivía sola en el mundo inmenso de un pueblo enano y tan extraviado en una meseta con pradera como lo estaba ella en la planicie de la indefensión.
Cuando se despertaba, siempre pasadas las diez de la mañana, tomaba su taza de café de un sorbo y barría la diminuta casa. Echaba las cartas hasta el ángelus y, cuando las luces del cielo se cambiaban por las farolas veladas, muchas sábanas recorría hasta volver a su propia cama.
Aria había sido una niña un día. Soñaba con ser bailarina e inaugurar las noches en teatros. Si bien ahora danzaba, era entre recuerdos ajados y cubiertos por el polvo de la lejanía que sus memorias empañaba. Los pedazos de su historia que le quedaban eran las tardes de marzo en casa, cuando la lluvia salpicaba las ventanas y mamá leía cuentos hasta la cena. Lo que ineludiblemente recordaba era su drama de dieciséis años. A ella le gustaba leer y escuchaba música clásica, y él tenía una moto, un tatuaje en el brazo y sus manos siempre abrasaban. Aria se dejó devorar. Tras la ruptura que desde el principio había sido anunciada, se subió al primer autobús que encontró, y con nada en los bolsillos se escapó de sus ensoñaciones de tablas y de sus sinfonías ya olvidadas. Tratar  de entender escocía.
Ahora, cada mañana, se bebía su café de un trago.
A las seis, los fulgores cerúleos se asfixiaban, apretados por las manos de la noche glacial. La casa de Aria no tenía bombillas de neón ni se anunciaba, pero por esta hora siempre aparcaba algún coche en la entrada. Ella recogía los botellines nocturnos de anteayer y se descalzaba mientras él se acomodaba. Empezaba de nuevo un baile: él se reclinaba y ella lo abrazaba entre sus muslos de leche agria. Retomaba el amor ficticio de los tatuajes en el brazo, pero las yemas gangrenaban.
Retumbó sobre los jadeos un trueno de amenaza. Pasó desapercibido en la enajenación frenética del copulante, que sobre las caderas de Aria se agitaba y echaba a perder la integridad que le restaba. Luego los cuerpos unidos se volteaban, y quedaba ella encima, y, con el vaivén que la taladraba, el relámpago cruzó el cielo. El orvallo arreciaba.
No le gustaba el invierno: era cuando más llovía. La lluvia salpicaba las ventanas y pensar ahora era el reúma del alma.
            –¿Quieres un café?–preguntó Aria.
            –No, gracias. Me esperan en casa.
Al par de horas volvía ella a estar en la cama, degustando besos opacos. La tormenta no cedía y la frigidez todo lo ocupaba.

Cuando la lluvia parara, ¿quién quedaría para amarla?

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