jueves, 27 de diciembre de 2018

Bolsillos de mar

Tendría diecisiete cuando la lanza la atravesó. En las brumas ténebres se alumbró una pupila nueva que, a la compañía del tiempo, agradable, tan querida, sosegada, observó de forma extraña, y de la nada vio pecas como constelaciones, entendimiento como bálsamo, figura como poesía, y comenzó a escribir. Hacía ya tiempo que había sustituido las historietas por notas y apuntes de la clase, pero de un cerillazo quemó el folio el primer verso, titubeante, torpe, genuino. Supo bien, antes de confesar, que no tenía remedio. Cuando sacó las manos de los bolsillos, éstas olían a sal.
    Era otoño siempre por dentro. No dejaban de deslizarse las hojas secas por la superficie líquida del lago. Cien días lóbregos a diario, repiqueteando discreta la lluvia en los cristales del iris, y a pesar de los cercos negros bajo las pestañas nocturnas, de la retina siempre despedida tenue luz que convertía el polvo en hadas. “Te imagino derramado sobre el colchón, eterno en un segundo, y con los ojos cerrados hablas como el crepitar de un gramófono”. En ocasiones rimaba, otras veces, no. A un mentor le contó el secreto inundante, el libro de versos le explicó. Obsesión, repuso, y el desprecio fue instantáneo, y el poso indeleble. A cada lágrima de tinta, más arena entre las costuras.
    Nunca se detiene del todo el tiempo. Hay que olvidarse, y, durante un tiempo, las tapas del cuaderno se quedaron selladas en la silla del después. Hay que olvidarse y hay que prender nuevos fuegos, porque la playa dentro de la ropa pesaba como para arrastrarla. Y hubo caricias y amores de lengua y de meses caducos. La inspiración creerá que me he olvidado, como quiero creerlo yo, y mientras duró el encanto se secaron todos los cartuchitos de azul. Mientras duró. No importó. Hay que olvidarse. Al tiempo, otro, desempaquetar sensación, y años juntos, vida tranquila, cariño intenso como para convencerse de la extinción de la memoria. Cada vez que se vieran, para sus adentros un “no”. ¿Cómo es que las algas comienzan a trepar los costados del chaquetón?
    Maldita otra vez cuando se atrevió a retomar la pluma: “Recorrerte las vértebras levitando sobre tu piel y dejarte en la nuca estampado el beso de mis yemas”. Sabes que no, sé que no. ¿A qué confesarse de nuevo si no podrás amarme nunca? Y a nadie amante que tú tengas se frenan las olas ribeteadas de algodón.
    La siguiente vez que se paró la tinta fue después de un particular amanecer sombrío, tras el beso medio accidente, mejor que imaginado, exactamente como soñado. No, claro que no. Arrasaron el alma todas las lágrimas, pero en la suma tristeza era inmarcesible el destello de flor. Se inundaba cada cuarto en el que ella entraba; casi fue la libreta insalvable porque se quedaron todas las hojas empapadas, blandas, pegadas después, entre palabras que se gritaron pero nunca fueron dichas.
    Se vio arrinconada una vez. Le vaciaron los bolsillos bajo la amenaza de un filo de navaja, las toneladas de sal perlada llenaron la estación y pronto se sepultarían todos bajo el manto salino de la ilusión y de la decepción. Qué suerte encontrar salvavidas, porque eso fue.
Cajas de mudanza, y el cuaderno ya seco, pero yermo, guardado en inolvidable rencor. Huele a mar tu armario, a cambio ella sonrió. Y después se perdió la sangre, casi un año para volver, y de regalo un retoño de la tierra húmeda y de las nubes que le vendó los ojos para nada más, hasta que se acordó de quiero verte, hay que olvidarse. Década y lustro, una tarde cualquiera después del dermatólogo, las manos jóvenes y tiernas, como cuando ella y la perdición, sacaron a orear las páginas blancas de la blanda vehemencia de pasión oceánica. Por eso te huele así la piel y te tiemblan de sal los cabellos. Ante la verdad, de nuevo otra hoja: “Tengo ciento veinticuatro lunares en el cuerpo. Nunca uno más y nunca uno menos. Si me quitan un lunar, brota otro al punto. Empiezo a sospechar que ni una peca sumará ni se borrará hasta que no las cuentes con tus besos”. Pero hace siglos que está todo dicho, todo asentado, todo decidido.
    Nunca más un amanecer: siempre al ocaso, durante horas como capas de polvo pesado. Y, de todos modos, el tiempo de otro adiós, de la vida sola acompañada de amor distinto. Antes habrán de salirle alas a mis remos que alcanzarte. Están tan llenos de ponto los bolsillos que se desbordan a cada paso, y nunca terminan de vaciarse, rebosan infinitamente. Arena, agua, sal, tormenta, sol de plomo. Hasta la senectud no nadarían juntos en el mar que goteó hasta dos almas estrechas, cumplida de tinta la profecía.

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