jueves, 30 de julio de 2020

El malogrador de besos

Un beso que no se da es un beso perdido, de modo que desperdiciar uno le parecía criminal. Su pena particular empezó una desapacible tarde de invierno, cuando coincidió codo con codo con el hombre de su vida en la barra de un bar-cafetería. Lo que parecía una insignificante conversación sobre el café los llevó a hablar de sus gustos, luego de sus anhelos, luego de sus miedos y de sus desilusiones, y luego a intercambiar los números de teléfono. La siguiente vez que se vieron, no se refrenaron y usaron más los labios para besarse que para charlar, pero pronto supieron equilibrar besos y palabras. Sin embargo, el hombre de su vida en ocasiones se encontraba ocupado o inapetente, y entonces el ósculo era fugaz y triste. Estas veces se repitieron frecuentemente durante los años y, aunque continuaban conversando y dándose muchos besos, él se apagaba por aquellos que no pudo dar y que no pudo recibir, pero no quería insistir más en su idea de los besos perdidos por no importunar con lo que sentía que ya era una súplica. Tal vez se arrepintiera de ello a la vejez, cuando no supiera si el recuento de besos con el hombre de su vida superaba al de los que se perdieron, pero por los que sí se daban nunca dejó de amar a su malogrador de besos.

miércoles, 22 de julio de 2020

22.07.2020

Tres poderes tienen la acción y la palabra: creador, transformador y destructor. Los humanos, a lo largo de milenios, olvidaron el primero, afearon el segundo y se abrazaron al tercero, y así ahora la rebeldía y la subversión son el buen hacer y el bien hablar.

sábado, 18 de julio de 2020

Pena de quién

"Me entristece ser yo misma". Sí. Me entristece mi propia tristeza por su magnetismo hambriento, que arrastra hacia sí a quien no pueda consolarme. Muchas veces he de recordarme que, aunque tengo esta pena, ella es una y yo soy otra. También muchas veces se me olvida el recordatorio y pienso sinceramente que mis átomos están hechos de pesadumbre. ¿Realmente soy otra? Misterio de llegar a estar tan triste tan joven: se emborrona la identidad que hay más allá de esta cortina espesa. Pienso precisamente en esta muchacha desdibujada, en los abriles que seguramente merece, y me da una lástima profunda. Pobre chica, me parece ficticia; no así quienes me quieren y se sientan a veces a mi lado sin más pretensión que oír mi perorata o que hacerme relatos vivos de lo nuevo y de lo antiguo. Todos ellos, en alguna ocasión, han sido presa del gran tiburón negro. Me maravilla que no consiguiera fagocitarlos. Tal vez hice un buen trabajo en mi empeño inconsciente de alejarlos.

"Me entristece ser yo misma", ¡pero no es justo! Acumulo en mi reloj incontables meses secuestrados, pero los siglos se han amontonado para que yo hoy esté viva. Tengo cosidos por el cuerpo los blandos recuerdos, perseidas que pilotaba mi yo amiga. Quiero abrir mis costillas y encontrarme con ella, alzarme una mañana y pensar que me entristecía haber sido ésta.

martes, 7 de julio de 2020

Con la música a otra parte

Desde dentro, para sentir mejor la vida (porque sentirla más sería demasiado doloroso, sería una aguja arañando todos los nervios), me tumbo sobre la cama de siempre, sobre el edredón diario. Antes había una minicadena encima de la cómoda, al lado de la colección de cedés, y yo pensaba en mis ratos de angustia infantil que la muerte no podía ser tal en la misma existencia que la música. Ahora no hay minicadena y los discos acomodan el polvo de años en otra habitación, pero, con la puerta cerrada, vuelvo a hacer una sola cosa, y puedo tener el volumen alto hasta que el sol se ponga y acompañar desde las entrañas a los vidrios que se estremecen, y pensar sin pesar que tal vez reviente por la línea de bajo o que tal vez trascienda mientras ensordezco e ignoro los gritos desde la puerta, el plato que se estrella contra el suelo, las sirenas aullando, el silencio de la policía al encontrarme así, tan muerta por haberme alejado demasiado flotando y, al querer regresar a mi cuerpo, encontrarme la persiana echada y el letrero que dice "se traspasa".

***

[Este escrito no iba a ser así. Pensaba en escribir simplemente sobre la experiencia de los sentidos en la música, tan absoluta como el tiempo, pero el texto me llevó por este sendero y yo, para sentir mejor la vida (porque sentirla más sería doloroso, sería una aguja arañando todos los nervios), me he dejado conducir por una vez.]

jueves, 2 de julio de 2020

Una tarde nublada

Decían que, en las ciudades, las ejecuciones se convertían en un espectáculo y la gente se reunía alrededor de la horca con puntualidad; incluso algunos se disputaban el lugar más cercano al patíbulo para poder oír con claridad el chasquido de los huesos del cuello al romperse. En los pueblos, o, al menos, en el pueblo de T. Yuste, no era así por dos motivos: el primero, que todo el mundo estaba demasiado ocupado como para entretenerse en ver matar a alguien, y el segundo, que la muerte de una persona no era tan distinta de lo que se veía a diario y sin ceremonias en el matadero. En su lugar, se corría la voz de que habían sentenciado a alguien, transcurrían un par de días, y entonces se daba la noticia de que el condenado ya estaba muerto. Ni tan sólo las víctimas del crimen que se saldaba se molestaban en presenciar la ejecución.

T. Yuste nunca entendió cómo ni por qué terminó juzgado culpable por un asesinato del que no sabía nada. A pesar de su afán imparable de probarse inocente, siempre recibía un argumento más que lo inculpaba; en algunos instantes, incluso dudó sobre si realmente había cometido el crimen. El proceso no duró mucho, y en pocos días el juez lo sentenció y todo se dispuso para la ejecución.

Otra diferencia entre la ciudad y el pueblo de T. Yuste es que en las urbes había construído en la plaza un patíbulo inamovible y aquí no había tal, sino que se llevaba al condenado atado de pies y manos y montado a la amazona sobre un caballo hasta llegar a un árbol apartado, siempre el mismo, que tenía las ramas lo suficientemente firmes para preparar la soga en una de ellas. Ese fue un día oscuro, con el cielo cubierto de gruesas nubes grises. T. Yuste, todavía incrédulo, observó cómo los verdugos hacían el nudo y lo amarraban a la rama. Bajo él, el rocín viejo respiraba impasible, mordisqueando algunas hierbas que crecían a los lados del camino. "Tiene hambre. Cuando termine, lo llevarán a la cuadra y le darán de comer heno", pensó. Fue entonces cuando tomó conciencia de que, para cuando el caballo estuviera comiendo heno, él llevaría ya varios minutos muerto.

Los verdugos se acercadon a T. Yuste y le pusieron la soga al cuello.
–¿Últimas palabras?
El condenado tomó aire por una de las últimas veces de su existencia y, haciendo acopio de un valor que no tenía, respondió.
–Entenderán ustedes por qué no hace un sol de justicia.

La tarde caía y se oyeron los primeros truenos. Mientras los verdugos descolgaban el cuerpo de T. Yuste, el caballo encontró una flor amarilla y se la comió.