Un beso que no se da es un beso perdido, de modo que desperdiciar uno le parecía criminal. Su pena particular empezó una desapacible tarde de invierno, cuando coincidió codo con codo con el hombre de su vida en la barra de un bar-cafetería. Lo que parecía una insignificante conversación sobre el café los llevó a hablar de sus gustos, luego de sus anhelos, luego de sus miedos y de sus desilusiones, y luego a intercambiar los números de teléfono. La siguiente vez que se vieron, no se refrenaron y usaron más los labios para besarse que para charlar, pero pronto supieron equilibrar besos y palabras. Sin embargo, el hombre de su vida en ocasiones se encontraba ocupado o inapetente, y entonces el ósculo era fugaz y triste. Estas veces se repitieron frecuentemente durante los años y, aunque continuaban conversando y dándose muchos besos, él se apagaba por aquellos que no pudo dar y que no pudo recibir, pero no quería insistir más en su idea de los besos perdidos por no importunar con lo que sentía que ya era una súplica. Tal vez se arrepintiera de ello a la vejez, cuando no supiera si el recuento de besos con el hombre de su vida superaba al de los que se perdieron, pero por los que sí se daban nunca dejó de amar a su malogrador de besos.
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