lunes, 30 de marzo de 2020

Encontré en el ascensor la otra vez...

Encontré en el ascensor la otra vez
bajo el fluorescente agonizante
un gesto nuevo, una cara de mujer,
con la expresión de animal herido y los ojos de saber, saber saber.

               Tenía en los párpados dos marcas,

               la cicatriz profunda del ayer,

               y un porte nuevo y solemne 

               y el carmín gastado de morder.

Llegué pronto al tercer piso,
nos despedimos sin ceremonia,
de momento, creo
que no la he vuelto a ver,
pero en casa me observé de lejos,
distraída, el movimiento borroso,
y me pareció también
que se me marchaba la niña sola
con una maleta,

                                         sin intención de volver.

viernes, 27 de marzo de 2020

27.03.2020

Horas suaves como duraznos.

jueves, 26 de marzo de 2020

Tanatografía

Cuando era pequeña, como me daba miedo que tras la vida no hubiera nada, decidí no creer en la muerte para que, si existía, me pillara por sorpresa.

Entonces falleció mi abuela y yo tenía nueve años, luego mi tío y yo tenía trece años, luego mi abuelo y a los dos meses mi otro abuelo y yo tenía dieciséis, después mi otro tío y yo tenía que empezar la universidad; y, hace más de un año y medio, aunque se me haga eterno, aunque me parezca ayer, mi madre, a cinco meses de cumplir mis veintiuno.

La abuela que me queda está tan senil, está tan sin remedio, tan sin vida, que lo mejor que puedo desearle es el tránsito al otro lado. Y yo tengo veintidós años.

Ahora tengo que creer en la muerte aunque me aterrorice la nada, así que deseo fervientemente que después de vivir haya un reencuentro de almas. Nos va la vida en ello.

sábado, 21 de marzo de 2020

1:9

Cada día procuraba subir a la azotea, aunque fuera apenas media hora, para aspirar el aire callejero que subía desde las aceras y, como una lagartija, prosperar al sol. Esa era, quizás, la única costumbre que había llegado a desarrollar durante aquellos días de cuarentena, en medio de aquella rutina extraña de naderías que ahora recuerdo como una neblina arcillosa.

Aquella mañana me había vestido como si tuviera una cita y, en cierto modo, así era: un encuentro fugaz con el mundo más allá del portal con la triste excusa de ir a tirar la basura a los contenedores de la avenida. Después del mediodía perezoso, salpicado de lodo como un gusano, subí, todavía vestida, y me dolían las piernas porque el día anterior había estado correteando por las escaleras del bloque por moverme un poco, por recordar la doblez de los tobillos al andar más de dos pasos. No hacía calor, tampoco frío ya. Hoy tenía que durar el día igual que hacía seis meses. Asomada al borde de la terraza, oteé la distancia, y no vi coches, y no vi gente, sólo un soplo de viento transparente que mecía las hojas de los árboles chatos. Era aire frío.

Anduve un poco por la azotea. No vi nada nuevo, nada sorprendente. Todo era distinto, pero nada había cambiado. Así serían los primeros meses después de la muerte de todos los humanos, pensé. Al final me acerqué a una de las paredes, porque allí el vientecillo punzante no alcanzaba, y, apoyada en uno de los rebordes del terrado, abrí el libro, comencé a leer, y alternaba entre las letras y este mundo nuestro, con el sol en las pupilas y el ruido espumoso de las nubes desplazándose por el cielo claro. No era invierno, tampoco primavera; era esa época parentética en la que el polvo de la existencia absurda llenaba los cuartos de dentro. Leía, paladeaba las palabras, y entonces no leía. Se posaron dos urracas gordas sobre la antena de la televisión, con su dulce clamor impertinente. Dos urracas, siempre van de dos en dos, y agitaban sus colas rígidas como un cigarrillo en un cenicero, y sus alas desprendían destellos azules cuando se movían al sol.

Decían que mañana llovería. No podría salir como estos días atrás. Bajé los escalones, las piernas me dolían, lo besé cuando entré en casa y estaba todo oscuro, y yo llevaba en los ojos la luz del exterior. Abrí de repente las cortinas, se coló en el piso la claridad de fuera, y en unas horas se terminaría el día y se repetiría el reloj, y así hasta que se terminó aquella rareza del confinamiento y se volvió a democratizar el asfalto.

lunes, 16 de marzo de 2020

Microrrelato-s (IV)

Son subidos de tono, hay quien diría que casi pornográficos. Avisados quedan.

REFRÁN: Al principio me asusté al ver que no era la regla, sino barro, y entonces me recordé a mi último amante y me relajé: de aquellos polvos, estos lodos.


SESIÓN GOLFA: Fuimos al cine y la cabeza semialopécica de Bruce Willis no era la única reluciente en aquella versión; creo que era "El sexo sentido".


CONDIMENTO: Había un pelo en la sopa y él me dijo que se le habría caído mientras la removía, y aún tardé un poco en darme cuenta de que no tenía el cabello rizado.


¿ROUGE?: Él dice que gasto muy rápido el carmín. ¡Hombres! ¿Qué es lo que entienden por "pintarse los labios"?


DEPILACIÓN: Me pidió que me quitara el bigote, que le molesta cuando nos besamos. Es muy buen amante, pero creo que no entiende cómo funcionamos los gatos.

lunes, 9 de marzo de 2020

Fiel

Te espero, te espero siempre, y no te lo digo, pero odio cuando te marchas y no vuelves, y sobre todo odio cuando te vas y se hace de noche, y pasan las horas, y tú estás en cualquier otra parte y no conmigo. Muchas veces termino por intentar conciliar el sueño: si me quedo dormido, no sufro por tu ausencia, y prefiero cualquier pesadilla a estar despierto. Te quiero fiel como yo.

¿Con quién estarás? ¿Qué estarás haciendo? Te figuro otra vez con él, ese hombre guapo que con su presencia domina la sala, y te acercas como por casualidad, y posas tu mano sobre su brazo al hablar, e invariablemente he de buscar otros pensamientos, porque no puedo soportar la idea de vuestras risas, vuestra complicidad, lo a gusto que te encuentras con él y la posibilidad, cada vez me parece menos remota, de que te olvides de mí. Ven a casa ya, es muy tarde, y no te vuelvas a ir.

Dirán que soy celoso, pero qué celos hay si yo soy tuyo. Te quiero tanto y te quiero sólo para mí.

El tiempo se detiene, me consume la ansiedad. Recorro el piso sin saber qué hago, me vuelvo a acostar. Sobre la pared se proyecta vuestro romance y lo odio, y no quiero resentirte. Oigo a veces el ascensor, igual eres tú que vuelves, pero la cerradura insiste en quedarse muda.

Vuelve, vuelve. No lo soporto. Está conmigo, vete de cualquier otro.

Al final, como otras veces, el cansancio me vence, y sin saber cuándo ni cómo me he quedado dormido. Me despierta, por fin, el tintineo de las llaves. ¿Qué has estado haciendo? Tú no me habrás echado de menos. Voy a tu encuentro, hueles a frío, y he de abrazarte sin remedio. Al fin recibo tu tacto: tus manos hábiles me acarician detrás de las orejas, me rascan bajo la barbilla, me palmotean los costados exactamente como me gusta. Mi cola se dispara de lado a lado, y tu voz alegre me abraza, y me dices como siempre: "Qué bonito eres, ¿me estabas esperando? Qué bonito eres, qué buen chico".