lunes, 15 de abril de 2019

El sueño


Duermo once horas al día. Aun así, despierto siempre entumecida. Quisiera pensar que se trata del aturdimiento del tránsito hacia la vida real, pero lo cierto es que no es verdad. Por las mañanas me despierta la luz; a veces, más pronto todavía, la alarma del teléfono que no sé si odiar: hay ocasiones en las que me pregunto si vivo para dormir o para estar despierta. Como una patada, el ruido del móvil por la mañana me devuelve al mundo del movimiento. Después, con demasiada frecuencia, me vuelvo a dormir.

Abro los ojos y es melancolía; cierro los párpados y es melancolía; entre medio es melancolía. Sólo hay un hueco de luminosidad posible: hablo de la concavidad negra del sueño. Las personas duermen para cargarse de energía. Yo no la necesito. El intermedio de mi existencia es el transcurso entre ponerme y volver a quitarme las zapatillas.

Duermo y a veces sufro. Despierto y es siempre desierto. El abrazo morfeico es la morfina de cada día: sueño es anestesia para la realidad que no puede paliarse.


Hoy he dormido doce horas.

miércoles, 10 de abril de 2019

Llovizna


Al fin llueve. En la oscuridad de las nueve, el suave tintineo de las gotas en el vidrio de la ventana me desplaza a las tardes grises de mi infancia, cuando el paraguas ya estaba abierto en la bañera, para secarse, y los zapatos mojados dormían dentro del bidé. Después de mentir y decir que no tenía deberes, me sentaba en la mesa, que, por aquel entonces, todavía era una tabla sobre dos caballetes, y dibujaba hadas o escribía teatrillos. Siempre que he tenido que concentrarme me ha pasado lo mismo, también en aquella época: irremediablemente, mi vista se desvía hacia la ventana, hacia más allá de la ventana, y escudriña las luces azules de neón de un hotel, los balcones del edificio lejano, las velocidades extrañas de los vehículos que surcan la ronda, detrás del bloque de viviendas de los balcones, el patio del colegio ya desierto, los chopos que ya no son chopos, porque los cambiaron por otros árboles, el césped y las rocas sobre el césped, las baldosas de las aceras, los bordillos grises, las carrocerías de los coches, las farolas soñolientas, el vidrio de la ventana. Al llover, sobre todo, el vidrio de la ventana, perlado de lágrimas celestes, como diamantes resbaladizos. A veces devolvía la atención al folio; en otras ocasiones, no. La serenidad constante de la lluvia lleva cautivándome toda la vida. El cielo casi opaco, la fugacidad sorprendida de las gotas al fundirse con el haz de luz de los faros de un Seat, y, de fondo, el beso múltiple del chaparrón fundido con las series policiacas de mi madre, con el olor del caldo hirviendo, con el familiar “clic” de la lámpara del comedor encendiéndose.

Mi madre me miraba la agenda a menudo. No era la primera vez que yo escondía allí una nota de la maestra avisando de que, otra vez, no había llevado los deberes hechos. “Me enfado porque me mientes”, terminaba mi madre su regañina, y después me castigaba sin dibujos para el día siguiente y yo tenía que agachar la cabeza ante el absurdo libro de matemáticas, la tontería del ejercicio de catalán, el tedio del temario de naturales. Pero fuera continuaba la lluvia, el teclado incesante del agua, y dentro seguía el televisor encendido, la sopa preparándose y mi madre, aunque molesta, queriéndome en el silencio de haberme castigado.

Al fin llueve de nuevo. Esta noche, en la misma casa, ahora con mi gata, la tormentilla se confunde con el repiqueteo de mis yemas sobre las letras. Sigo estudiando poco, sigo obteniendo buenos resultados. Ya para siempre sin reprimendas, en el silencio, mi madre me sigue queriendo.


sábado, 6 de abril de 2019

The Police - Don't Stand So Close To Me

Texto basado en la canción de The Police

No hay para mí nada más desde su clase de presentación. No fueron los ojos claros, ni la juventud, ni el pelo revuelto: comenzó cuando lo escuché hablar. La voz clara y potente vibraba entre los pupitres, como una sierpe. Le bastó con dos frases para dejar tatuada su inteligencia en el aula y, entre mis costillas, su punta de lanza. Sé que se me ve porque me desborda. Ya hace semanas que oigo las voces de los demás cuchicheando a mi detrás. No sé remediarlo. No cabe en mí nada más que él y la conciencia escandalosa de que no va a ser, de que no está bien. Junto a su mesa, mientras corrige las anotaciones de mi libro, como en trance me inclino en su dirección. Me rectifica en susurros, noto que todos miran, hablo quedo junto a su oreja. Mi cabello roza su mejilla, su aliento me acaricia la barbilla, mis ojos quieren apartarse porque todo esto no ha lugar. Tan cerca, casi como en los sueños intrusivos que no quiero parar. No será. Tengo la mitad de su edad.

No estés tan cerca de mí.

Tras guardar la carpeta, mientras cierra la mochila, se le ve la sangre palpitando a través de las mejillas blancas. Las aletas de la nariz se le hinchan y la vena de la frente se le inflama. La sigo por el patio hacia la salida y, de repente, me mira, transformada en mina.
Parece que no vas a tenerte que dejar los codos para la nota, eh…
No necesito estudiar mucho.
Eso da igual. ¿No ves cómo lo miras?
No seas tonta. Nos gusta a todas—ella pone los ojos en blanco.
Pues todas os vemos a vosotros dos. ¿Por qué te crees que las demás están distantes?
¿Cómo?
Yo nunca a nadie así había oído resoplar.
¿Es que no ves cómo te mira? Espero que vayas cuidando las rodillas.
Acaba su frase y me quedo muda. Ella acelera, cruza la calle y desaparece en la distancia. Mirando el hombre de rojo del semáforo pienso en cómo de rápido, sin hacer nada, me he quedado sola.

Llueve sin clemencia. Contra mi frente, el volante está helado. Está tan cerca cuando la llamo al encerado y está tan lejos: yo no la quiero así. Y cuando se levanta a preguntarme por el ejercicio que ya ha terminado, se arrima… No estés tan cerca de mí. Jamás quise tener favoritos, y ojalá justificarlo con la verdad, que ella es la alumna aventajada ya no de la clase, sino del centro entero, pero para qué engañarme si sé que hay más. Embrague, llave, freno, freno de mano, embrague, primera, gas. Es mi favorita porque ha enraizado en mí. Y cuando aproxima su cabeza y siento el hilo del olor de sus rizos, el brillo de las mejillas, el batir de las pestañas, he de gritarme que es mi alumna, que yo le doblo la edad. Lo que yo quisiera es barrer la mesa de una brazada, abrazarla contra mi pecho, tener sus dientes en mis labios y mis labios en su cuello… Con la erección de cada mañana termino por llorar. Me he convertido en un monstruo, y la quiero tanto que apenas me atrevo a mirar. Ya la siento bajo mis manos, ya la veo al cerrar los párpados. Y está aquí ahora, de pie en la parada del autobús desierta, mojada. Me dejo poseer a conciencia y paro el coche, y abro la puerta. Su sonrisa es tan amplia; sus mejillas, tan sonrosadas; su entendimiento es tan vivaz…
Gracias. Aquí se está tan calentito y seco…
No estés tan cerca de mí.

La lista de insinuaciones y apelativos se desborda a cada asignatura. Es un torrente de cuchillas y ya da lo mismo quién está detrás.
La sala de profesores es un rosario de insultos y acusaciones. Para qué. Ella sigue estando, yo la sigo viendo, toso y tiemblo como un enfermo… Soy Humbert Humbert de viejo.

Don’t stand so close to me.

jueves, 4 de abril de 2019

Apártida

El texto es totalmente ficticio.
Todo mi apoyo a las que abortan, sea como sea,
a las que se los quedan,
a las que los dan en adopción,
a las que nunca quieren ser madre, a las que lo desean,
a las que pueden y a las que no.

No conocía demasiado a Sayid, pero sabía que era un chico amable y atento. Era delgado, no muy alto, y le nacían al sonreír unos hoyuelos en las mejillas que le daban un aire angelical y descarado al mismo tiempo. Habíamos coincidido un par de veces en cenas con amigos, y yo no ignoraba la azarosa atracción que ejercía en él. Logré excitarlo tanto que ni pensó en el preservativo. Sayid me tomaba en sus brazos firmemente y besaba muy bien, aunque después resultara ser incluso más torpe que yo. Me dejó una marca en la clavícula, un violáceo souvenir efímero. A mí no me gustaba el sexo así, siempre me molestaba y yo terminaba por ponerme tensa y estrecharme más, pero pensé: “si lo quieres, aguántalo”. Mi deseo pesaba más que el trámite. Él tenía mucho aguante y aquello fue bastante largo; pasé mansamente por varias posturas incómodas hasta que alcanzó el orgasmo. Yo no lo tuve, pero poco me importó. Nos dimos una ducha rápida y nos quedamos dormidos. Por la mañana, me desperté con sus labios entre mis muslos, pero le dije que no me apetecía. Desayunamos juntos, me fui más bien pronto y ya nunca más volvimos a coincidir. No diré nunca que no sabía lo injusta que fui con él. Sayid ignora: mejor así.
No quise precipitarme en adaptar la habitación pequeña a mi bebé. Mi hijo, niño o niña, o ambas cosas o ninguna, pero mi hijo, que crecía en mí, que pronto comenzaría a palpitar, que un día reposaría entre mis senos después de mamar, que tal vez tuviera la piel clara de mamá, o quizás heredaría mis pecas, o tal vez los hoyuelos de su padre, que no sabía si algún día daría a conocer. Mi hijo, que dormiría en su cunita blanca, que miraría embelesado el móvil sobre la almohada, que se agarraría los piececitos mientras yo le cambiaba los pañales, que se reiría al descubrir que los objetos caen, que estornudaría cuando un rayito de sol travieso jugara con su retina.
Mamá me contó una vez lo de su aborto: fue a una clínica porque no había sido una concepción deseada. No fue fácil para ella, pero no estaba en condiciones de proporcionarle una vida feliz y, por encima de todo, no quería ser madre aún. Muchos años después nací yo: a mí sí que me buscó, ahora podía permitirse una buena existencia para ambas; conmigo, antes de mí, sí quería ser mi mamá. Yo siempre había llevado el pañuelo verde y me lo seguía poniendo. Aquello fue sin quererlo yo. Perdí la que pudo ser vida y que no llegó a vivir. Mi deseo era tenerlo, pero no fue. Mi hijo, que no sé adónde fue cuando vinieron las contracciones, cuando el retrete recibió mi sangre y sus días sin empezar. Mi hijo, toda una vida de fantasía y dos meses en los que creí que en el siguiente otoño lo tendría entre mis brazos. Ahora yo era irreal. El dormitorio pequeño sigue vacío. Mi pecho, mi vientre, mis brazos, también.

miércoles, 3 de abril de 2019

Indicaciones para el actor

Cámbiense los pronombres a gusto del lector

Ella cruza las piernas. Sabe que, por la raja de la falda corta, se ve el tiro de la media. Sobre la mesa apoya el codo, y reclina la cabeza para apoyarse en esa mano. El lado de su cuello queda despejado, el ojo contrario se rasga, y lo mira, atenta, medio sonriente. A él le gusta hablar con ella. Le cuenta historias y anécdotas. A ella le gusta mucho escucharlo a él. Los labios de ella se despegan suavemente, y los deja entreabiertos. Sonríe abiertamente con la imagen que él crea, baja la mirada al borde de la mesa. Vuelve a enderezarse: volatiliza su posado y habla ella ahora, con prudencia. Tiene un miedo constante a decir mal. Cuando puede observa la cara, los ojos, los labios, el cuello. A él no le hacen falta esas estúpidas artimañas que ella emplea, tal vez por diversión o tal vez porque lo necesita.

A él le gusta el collar de ella. Es una gargantilla. Se lo dice. Se acerca para mirar el colgante y lo toma por un instante breve entre sus dedos. Acaricia durante un segundo la fina cinta de cuero que lo sostiene, le roza la piel del cuello. Ella se ríe. Cuando no escucha, se ríe siempre, o se pierde allá por su mente y se le ven a la vez los ojos nublados y brillantes. Acodado en el respaldo del banco, mientras ella habla, simula distraídamente acariciarse los labios, como un acto reflejo. Ella no pierde el hilo, sigue clavándole en los ojos sus ojos, pero su boca se ha torcido en esa sonrisilla de gata que se le escapa de vez en cuando.

Ella dice que tiene hambre. Pela con habilidad una clementina y arranca el primer gajo. Lo muerde, el jugo le baña los labios. Mastica mientras escucha. Él es muy inteligente. ¿Tanto como ella? Seguro que sí. Quizás más, pero no querría probarlo. La piel naranja se rompe en sus bocados y deja en la boca un sabor dulce, brillante, y en el aire un aroma apetitoso. Cuando termina, se mira las manos, pegajosas de zumo, y se lame las yemas, entre los dientes, fingiendo casual sin dejar de mirarlo a él. Es imperturbable. Le hace una pregunta. Ella retira el dedo de la lengua y contesta antes de terminar con la tarea. Se guarda las manos en los bolsillos: se acabó el gesto.

Es primavera en el parque. En el césped, diminutas florecillas salpican la verdura. Hay un sauce tristón con ramas bajas. Él se quita la chaqueta, ella la guarda, él trepa. Ella se fija en las solapas, en el cuello de la chaqueta, y se imagina el tacto en la nuca. Aspira con discreción: huele a libro, a jabón, a armario de madera, a lo que ha de ser la piel suya. Se tumba ella en la hierba, bajo los pies oscilantes de él, que le ve las clavículas asomando de la camiseta. A ella se le achinan los ojos al mirarlo desde allí. Cuando él baja de un salto, lleva hojas en el pelo. Ella se lo dice, como los poetas, se ríen, le tiende la chaqueta, el brazo toca fugazmente la mano.

Ella lleva en verano un vestido azul claro, amplio. Con una cinta más oscura, lo ciñe a la cintura. Pasean por las calles soleadas. Ella juguetea con el lazo. Piensa él que casi nunca se está quieta con las manos. De tanto tocarlo, se afloja el nudo. Se queda parada, un par de pasos atrás, mientras deshace la lazada. Con la brisa, el vestido se ensancha, y en la transparencia se ve la curva de las costillas a la cadera. Caminando de nuevo, mirándose al ombligo, anuda otra vez el lazo: la ropa vuelve a ajustarse a la estrechez de la cintura. Se estira, como perezosa, y sólo cuando vuelve a andar, tranquila, se desvanece la vaga sensación de que no lleva ropa interior.


lunes, 1 de abril de 2019

Vemirarrepara


Fueron los iris pintados a mano por el genio tocado de luz. Son ojos elocuentes, vivos, vivaces, y derraman inteligencia dondequiera que se descansen. Son pupilas incisivas, que indagan; puñales de absoluto que le siegan por un instante el alma, y el habla se queda suspendida en el aire a media palabra. Son pestañas como alas, que abanican el mundo al batir su longitud inacabada.

Tiene ojos de mundo y carcajada, de luna y de desgarro. Si acaso se vierte a la tarde una lágrima, es el llanto un espejo de gotas irisadas, timbal callado de la línea del agua. Mirada amable, dura, severa, blanda; almendra en flor y rasgada, dios del barro, de tijera anciana...

Tus ojos albergan vida... Tienes ojos que matan...