jueves, 4 de abril de 2019

Apártida

El texto es totalmente ficticio.
Todo mi apoyo a las que abortan, sea como sea,
a las que se los quedan,
a las que los dan en adopción,
a las que nunca quieren ser madre, a las que lo desean,
a las que pueden y a las que no.

No conocía demasiado a Sayid, pero sabía que era un chico amable y atento. Era delgado, no muy alto, y le nacían al sonreír unos hoyuelos en las mejillas que le daban un aire angelical y descarado al mismo tiempo. Habíamos coincidido un par de veces en cenas con amigos, y yo no ignoraba la azarosa atracción que ejercía en él. Logré excitarlo tanto que ni pensó en el preservativo. Sayid me tomaba en sus brazos firmemente y besaba muy bien, aunque después resultara ser incluso más torpe que yo. Me dejó una marca en la clavícula, un violáceo souvenir efímero. A mí no me gustaba el sexo así, siempre me molestaba y yo terminaba por ponerme tensa y estrecharme más, pero pensé: “si lo quieres, aguántalo”. Mi deseo pesaba más que el trámite. Él tenía mucho aguante y aquello fue bastante largo; pasé mansamente por varias posturas incómodas hasta que alcanzó el orgasmo. Yo no lo tuve, pero poco me importó. Nos dimos una ducha rápida y nos quedamos dormidos. Por la mañana, me desperté con sus labios entre mis muslos, pero le dije que no me apetecía. Desayunamos juntos, me fui más bien pronto y ya nunca más volvimos a coincidir. No diré nunca que no sabía lo injusta que fui con él. Sayid ignora: mejor así.
No quise precipitarme en adaptar la habitación pequeña a mi bebé. Mi hijo, niño o niña, o ambas cosas o ninguna, pero mi hijo, que crecía en mí, que pronto comenzaría a palpitar, que un día reposaría entre mis senos después de mamar, que tal vez tuviera la piel clara de mamá, o quizás heredaría mis pecas, o tal vez los hoyuelos de su padre, que no sabía si algún día daría a conocer. Mi hijo, que dormiría en su cunita blanca, que miraría embelesado el móvil sobre la almohada, que se agarraría los piececitos mientras yo le cambiaba los pañales, que se reiría al descubrir que los objetos caen, que estornudaría cuando un rayito de sol travieso jugara con su retina.
Mamá me contó una vez lo de su aborto: fue a una clínica porque no había sido una concepción deseada. No fue fácil para ella, pero no estaba en condiciones de proporcionarle una vida feliz y, por encima de todo, no quería ser madre aún. Muchos años después nací yo: a mí sí que me buscó, ahora podía permitirse una buena existencia para ambas; conmigo, antes de mí, sí quería ser mi mamá. Yo siempre había llevado el pañuelo verde y me lo seguía poniendo. Aquello fue sin quererlo yo. Perdí la que pudo ser vida y que no llegó a vivir. Mi deseo era tenerlo, pero no fue. Mi hijo, que no sé adónde fue cuando vinieron las contracciones, cuando el retrete recibió mi sangre y sus días sin empezar. Mi hijo, toda una vida de fantasía y dos meses en los que creí que en el siguiente otoño lo tendría entre mis brazos. Ahora yo era irreal. El dormitorio pequeño sigue vacío. Mi pecho, mi vientre, mis brazos, también.

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