El texto es totalmente ficticio.
Todo mi apoyo a las que abortan, sea como sea,
a las que se los quedan,
a las que los dan en adopción,
a las que nunca quieren ser madre, a las que lo desean,
a las que pueden y a las que no.
No conocía demasiado a
Sayid, pero sabía que era un chico amable y atento. Era delgado, no muy alto, y
le nacían al sonreír unos hoyuelos en las mejillas que le daban un aire
angelical y descarado al mismo tiempo. Habíamos coincidido un par de veces en cenas
con amigos, y yo no ignoraba la azarosa atracción que ejercía en él. Logré
excitarlo tanto que ni pensó en el preservativo. Sayid me tomaba en sus brazos
firmemente y besaba muy bien, aunque después resultara ser incluso más torpe
que yo. Me dejó una marca en la clavícula, un violáceo souvenir efímero.
A mí no me gustaba el sexo así, siempre me molestaba y yo terminaba por ponerme
tensa y estrecharme más, pero pensé: “si lo quieres, aguántalo”. Mi deseo
pesaba más que el trámite. Él tenía mucho aguante y aquello fue bastante largo;
pasé mansamente por varias posturas incómodas hasta que alcanzó el orgasmo. Yo
no lo tuve, pero poco me importó. Nos dimos una ducha rápida y nos quedamos
dormidos. Por la mañana, me desperté con sus labios entre mis muslos, pero le
dije que no me apetecía. Desayunamos juntos, me fui más bien pronto y ya nunca
más volvimos a coincidir. No diré nunca que no sabía lo injusta que fui con él.
Sayid ignora: mejor así.
No quise precipitarme en
adaptar la habitación pequeña a mi bebé. Mi hijo, niño o niña, o ambas cosas o
ninguna, pero mi hijo, que crecía en mí, que pronto comenzaría a palpitar, que
un día reposaría entre mis senos después de mamar, que tal vez tuviera la piel
clara de mamá, o quizás heredaría mis pecas, o tal vez los hoyuelos de su
padre, que no sabía si algún día daría a conocer. Mi hijo, que dormiría en su
cunita blanca, que miraría embelesado el móvil sobre la almohada, que se
agarraría los piececitos mientras yo le cambiaba los pañales, que se reiría al
descubrir que los objetos caen, que estornudaría cuando un rayito de sol
travieso jugara con su retina.
Mamá me contó una vez lo
de su aborto: fue a una clínica porque no había sido una concepción deseada. No
fue fácil para ella, pero no estaba en condiciones de proporcionarle una vida
feliz y, por encima de todo, no quería ser madre aún. Muchos años después nací
yo: a mí sí que me buscó, ahora podía permitirse una buena existencia para ambas;
conmigo, antes de mí, sí quería ser mi mamá. Yo siempre había llevado el
pañuelo verde y me lo seguía poniendo. Aquello fue sin quererlo yo. Perdí la
que pudo ser vida y que no llegó a vivir. Mi deseo era tenerlo, pero no fue. Mi
hijo, que no sé adónde fue cuando vinieron las contracciones, cuando el retrete
recibió mi sangre y sus días sin empezar. Mi hijo, toda una vida de fantasía y
dos meses en los que creí que en el siguiente otoño lo tendría entre mis
brazos. Ahora yo era irreal. El dormitorio pequeño sigue vacío. Mi pecho, mi vientre,
mis brazos, también.
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