Cámbiense los pronombres a gusto del lector
Ella cruza
las piernas. Sabe que, por la raja de la falda corta, se ve el tiro de la
media. Sobre la mesa apoya el codo, y reclina la cabeza para apoyarse en esa
mano. El lado de su cuello queda despejado, el ojo contrario se rasga, y lo
mira, atenta, medio sonriente. A él le gusta hablar con ella. Le cuenta
historias y anécdotas. A ella le gusta mucho escucharlo a él. Los labios de
ella se despegan suavemente, y los deja entreabiertos. Sonríe abiertamente con
la imagen que él crea, baja la mirada al borde de la mesa. Vuelve a
enderezarse: volatiliza su posado y habla ella ahora, con prudencia. Tiene un
miedo constante a decir mal. Cuando puede observa la cara, los ojos, los
labios, el cuello. A él no le hacen falta esas estúpidas artimañas que ella
emplea, tal vez por diversión o tal vez porque lo necesita.
A él le
gusta el collar de ella. Es una gargantilla. Se lo dice. Se acerca para mirar
el colgante y lo toma por un instante breve entre sus dedos. Acaricia durante
un segundo la fina cinta de cuero que lo sostiene, le roza la piel del cuello.
Ella se ríe. Cuando no escucha, se ríe siempre, o se pierde allá por su mente y
se le ven a la vez los ojos nublados y brillantes. Acodado en el respaldo del
banco, mientras ella habla, simula distraídamente acariciarse los labios, como
un acto reflejo. Ella no pierde el hilo, sigue clavándole en los ojos sus ojos,
pero su boca se ha torcido en esa sonrisilla de gata que se le escapa de vez en
cuando.
Ella dice
que tiene hambre. Pela con habilidad una clementina y arranca el primer gajo.
Lo muerde, el jugo le baña los labios. Mastica mientras escucha. Él es muy
inteligente. ¿Tanto como ella? Seguro que sí. Quizás más, pero no querría
probarlo. La piel naranja se rompe en sus bocados y deja en la boca un sabor
dulce, brillante, y en el aire un aroma apetitoso. Cuando termina, se mira las
manos, pegajosas de zumo, y se lame las yemas, entre los dientes, fingiendo
casual sin dejar de mirarlo a él. Es imperturbable. Le hace una pregunta. Ella
retira el dedo de la lengua y contesta antes de terminar con la tarea. Se
guarda las manos en los bolsillos: se acabó el gesto.
Es primavera en el parque. En el césped, diminutas florecillas salpican
la verdura. Hay un sauce tristón con ramas bajas. Él se quita la chaqueta, ella
la guarda, él trepa. Ella se fija en las solapas, en el cuello de la chaqueta,
y se imagina el tacto en la nuca. Aspira con discreción: huele a libro, a
jabón, a armario de madera, a lo que ha de ser la piel suya. Se tumba ella en
la hierba, bajo los pies oscilantes de él, que le ve las clavículas asomando de
la camiseta. A ella se le achinan los ojos al mirarlo desde allí. Cuando él
baja de un salto, lleva hojas en el pelo. Ella se lo dice, como los poetas, se
ríen, le tiende la chaqueta, el brazo toca fugazmente la mano.
Ella lleva
en verano un vestido azul claro, amplio. Con una cinta más oscura, lo ciñe a la
cintura. Pasean por las calles soleadas. Ella juguetea con el lazo. Piensa él
que casi nunca se está quieta con las manos. De tanto tocarlo, se afloja el
nudo. Se queda parada, un par de pasos atrás, mientras deshace la lazada. Con
la brisa, el vestido se ensancha, y en la transparencia se ve la curva de las
costillas a la cadera. Caminando de nuevo, mirándose al ombligo, anuda otra vez
el lazo: la ropa vuelve a ajustarse a la estrechez de la cintura. Se estira,
como perezosa, y sólo cuando vuelve a andar, tranquila, se desvanece la vaga
sensación de que no lleva ropa interior.
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