miércoles, 3 de abril de 2019

Indicaciones para el actor

Cámbiense los pronombres a gusto del lector

Ella cruza las piernas. Sabe que, por la raja de la falda corta, se ve el tiro de la media. Sobre la mesa apoya el codo, y reclina la cabeza para apoyarse en esa mano. El lado de su cuello queda despejado, el ojo contrario se rasga, y lo mira, atenta, medio sonriente. A él le gusta hablar con ella. Le cuenta historias y anécdotas. A ella le gusta mucho escucharlo a él. Los labios de ella se despegan suavemente, y los deja entreabiertos. Sonríe abiertamente con la imagen que él crea, baja la mirada al borde de la mesa. Vuelve a enderezarse: volatiliza su posado y habla ella ahora, con prudencia. Tiene un miedo constante a decir mal. Cuando puede observa la cara, los ojos, los labios, el cuello. A él no le hacen falta esas estúpidas artimañas que ella emplea, tal vez por diversión o tal vez porque lo necesita.

A él le gusta el collar de ella. Es una gargantilla. Se lo dice. Se acerca para mirar el colgante y lo toma por un instante breve entre sus dedos. Acaricia durante un segundo la fina cinta de cuero que lo sostiene, le roza la piel del cuello. Ella se ríe. Cuando no escucha, se ríe siempre, o se pierde allá por su mente y se le ven a la vez los ojos nublados y brillantes. Acodado en el respaldo del banco, mientras ella habla, simula distraídamente acariciarse los labios, como un acto reflejo. Ella no pierde el hilo, sigue clavándole en los ojos sus ojos, pero su boca se ha torcido en esa sonrisilla de gata que se le escapa de vez en cuando.

Ella dice que tiene hambre. Pela con habilidad una clementina y arranca el primer gajo. Lo muerde, el jugo le baña los labios. Mastica mientras escucha. Él es muy inteligente. ¿Tanto como ella? Seguro que sí. Quizás más, pero no querría probarlo. La piel naranja se rompe en sus bocados y deja en la boca un sabor dulce, brillante, y en el aire un aroma apetitoso. Cuando termina, se mira las manos, pegajosas de zumo, y se lame las yemas, entre los dientes, fingiendo casual sin dejar de mirarlo a él. Es imperturbable. Le hace una pregunta. Ella retira el dedo de la lengua y contesta antes de terminar con la tarea. Se guarda las manos en los bolsillos: se acabó el gesto.

Es primavera en el parque. En el césped, diminutas florecillas salpican la verdura. Hay un sauce tristón con ramas bajas. Él se quita la chaqueta, ella la guarda, él trepa. Ella se fija en las solapas, en el cuello de la chaqueta, y se imagina el tacto en la nuca. Aspira con discreción: huele a libro, a jabón, a armario de madera, a lo que ha de ser la piel suya. Se tumba ella en la hierba, bajo los pies oscilantes de él, que le ve las clavículas asomando de la camiseta. A ella se le achinan los ojos al mirarlo desde allí. Cuando él baja de un salto, lleva hojas en el pelo. Ella se lo dice, como los poetas, se ríen, le tiende la chaqueta, el brazo toca fugazmente la mano.

Ella lleva en verano un vestido azul claro, amplio. Con una cinta más oscura, lo ciñe a la cintura. Pasean por las calles soleadas. Ella juguetea con el lazo. Piensa él que casi nunca se está quieta con las manos. De tanto tocarlo, se afloja el nudo. Se queda parada, un par de pasos atrás, mientras deshace la lazada. Con la brisa, el vestido se ensancha, y en la transparencia se ve la curva de las costillas a la cadera. Caminando de nuevo, mirándose al ombligo, anuda otra vez el lazo: la ropa vuelve a ajustarse a la estrechez de la cintura. Se estira, como perezosa, y sólo cuando vuelve a andar, tranquila, se desvanece la vaga sensación de que no lleva ropa interior.


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