lunes, 15 de abril de 2019

El sueño


Duermo once horas al día. Aun así, despierto siempre entumecida. Quisiera pensar que se trata del aturdimiento del tránsito hacia la vida real, pero lo cierto es que no es verdad. Por las mañanas me despierta la luz; a veces, más pronto todavía, la alarma del teléfono que no sé si odiar: hay ocasiones en las que me pregunto si vivo para dormir o para estar despierta. Como una patada, el ruido del móvil por la mañana me devuelve al mundo del movimiento. Después, con demasiada frecuencia, me vuelvo a dormir.

Abro los ojos y es melancolía; cierro los párpados y es melancolía; entre medio es melancolía. Sólo hay un hueco de luminosidad posible: hablo de la concavidad negra del sueño. Las personas duermen para cargarse de energía. Yo no la necesito. El intermedio de mi existencia es el transcurso entre ponerme y volver a quitarme las zapatillas.

Duermo y a veces sufro. Despierto y es siempre desierto. El abrazo morfeico es la morfina de cada día: sueño es anestesia para la realidad que no puede paliarse.


Hoy he dormido doce horas.

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