(Este texto no está hecho para ser bonito. En realidad, es bilis sin adulterar. No sé a quién dar gracias por haber podido retomar inmediatamente mi cuerpo como mío. Supongo que, como siempre, es a la mujer que me crio).
Hoy hace dos años me atenazaba con más frecuencia el dolor. No había pasado siquiera un mes desde la muerte de mi mama. Cada día en la mañana la realidad me asfixiaba: por mal que durmiera, abrir los ojos era peor, porque debía asumir que en adelante viviría mi terror absoluto.
Por suerte, había gente que me quería y que me acompañaba, la familia y los amigos que palidecían en la distorsión absurda de mi soledad. Entre ellos estaba él, tan amigo que era familia; empadronado en otra vivienda, pero habitante de esta casa, tan natural aquí como las paredes o las servilletas. Compañero de muchos juegos y llantos y besos y chistes y charlas, peso tercero en el sofá que mi mama y yo compartíamos.
Hace dos años lo invité a pasar la noche, incrédula todavía de la semiorfandad. Él hizo la cena: era rica y cremosa, reconfortante. Y a la hora de dormir nos echamos en la misma cama en la que ya habían dormido casi todos los amigos, la cama de mi madre y mía.
Yo descansaba de lado y desperté con su mano en la espalda. Tuve un pensamiento de animal desconfiado o, más bien, de mujer que vive en este mundo, y me puse boca abajo ante la necesidad que la razón invalidaba de proteger mi cuerpo, mis pechos, mi vientre, mi vulva. Y tras de mí seguía la palma insistente, los dedos inconcebibles.
Entonces dejó de tocarme la espalda y ya eran las nalgas. Juro de verdad que no podía creérmelo y que si ahora lo hago es por el odio. Regresó a la espalda y pensé que podría dormirme, que todo quedaría en una advertencia sobre el desayuno y el entendimiento mutuo. No fue así. La segunda vez que noté su mano donde no debía, terminé por levantarme y, con la puerta cerrada, ante el espejo, me vi desencajada, vi el horror ante el ultraje, puramente traicionada en mi casa sin madre, en mi cuerpo vivo sin sentido.
Dijo que creía que yo quería. Dijo que por qué no había dicho nada. "¿Y qué te digo, que te vayas de mi casa y que la próxima vez que me toques así te rompo las narices?". Esa fue mi respuesta, palabra por palabra, y luego ya lo único y lo último que me oyó fue el adiós seguido del portazo y la llave y la cadena para protegerme, aunque para entonces ya sentía que me había robado el cuerpo, y lo que hizo fue tocarme. No quise pensar en violaciones.
De lo que dijo él se me ha borrado casi todo; cuentos de culpabilidad nacida de los testículos. Sé que él estuvo fatal los días siguientes. Yo seguí y sigo, irremediablemente, medio huérfana.
Dos años se cumplen y no lo olvido porque nunca podré olvidarme.

