Lo llamamos así porque no hacía absolutamente ningún ruido al caminar. Se aprovechaba de esta particularidad para sorprendernos y asustarnos de vez en cuando. Uno estaba centrado en la tarea del colegio o poniendo la mesa y, sin previo aviso, Pies de Seda se materializaba delante y provocaba el esperado sobresalto que tanto le hacía reír. A pesar de ello, era un chico muy respetuoso y nunca molestaba cuando uno se ocupaba de cosas importantes de verdad. Cuando tuve mi primer beso, bajo el cerezo del jardín delantero, me comentó que, sin querer, nos había visto, pero que se había apartado de la ventana de inmediato. Honrado, este Pies de Seda.
Mis padres lo acogieron desde el primer momento como a uno más. Tendría yo unos diez años cuando aprendí la palabra que los definía a la perfección: dadivosos. A partir de ese momento, no desperdicié ninguna oportunidad de utilizar el término y, cuando el cerezo dio sus frutos en mayo, dije señalando al árbol: "este año está muy dadivoso". Pies de Seda se tronchaba de risa con mi insistencia. Era un chaval muy alegre.
Él tenía una mella en la parte delantera de los dientes, de un colmillo que se cayó pero que ya no alcanzó a crecer. Tenía la cara llena de pecas y los ojillos risueños, brillantes de una sabiduría que no correspondía a su aire juvenil, y su lengua era rosa claro y puntiaguda. Lo sé porque muchas veces la sacaba cuando hacía muecas al asustarnos. Otra de las peculiaridades de Pies de Seda era que ni crecía ni envejecía: tuvo siempre el mismo aspecto, desde que lo conocí.
Habitamos aquella casa toda la vida y, cuando mis padres murieron, consideré seriamente venderla para saldar las deudas que yo heredaba, pero Pies de Seda me disuadió con una sola frase. Además, me dijo: "ahora que la casa es tuya, te enseñaré mi habitación", y entonces encontré extraño que yo nunca hubiera sentido curiosidad por saber dónde estaba ni cómo era el cuarto. Resultó que el dormitorio era lo que yo siempre creí un armario de limpieza, pero nada más lejos de la realidad. Cuando abrió la puerta, vi una sala prácticamente vacía, dorada por la luz del sol, a pesar de que fuera llovía, con las ventanas abiertas de par en par. No debía de cerrarlas nunca, porque en el suelo se amontonaban las hojas, años de hojas, y las flores del cerezo que flotaron hasta colarse dentro, y excrementos de pájaros, que alzaron el vuelo en cuanto yo entré. Además, había un sofá viejo, casi podrido, y un escritorio cojo sin silla, cajones ni lamparita. "Así tenía que ser tu cuarto, naturalmente", dije. "¿Quieres que vayamos a tomar el café?". Pies de Seda lideró la marcha a la cocina y, en el camino por los pasillos, lo observé como si fuera nuevo. Desde luego, no podía venderla. "El fantasma siempre se queda en la casa".
¡Genial!
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