Es tentador el semáforo. De pie, al borde de la acera, miro sin ver a la gente cruzar, como un río de hormigas. El señor de verde parpadea. Un segundo, color rojo. Como animales furiosos, el tráfico se lanza más allá del paso de cebra. Me digo a mí misma, anda. No sé por qué, me quedo quieta.
El cielo está gris. También la acera. Desde mi balcón, a veces parece que hubiera la misma distancia hacia arriba o hacia abajo. No miro al frente, sino al suelo. Mi indiferencia anticipa el impacto. Sería fácil hacerlo, basta con inclinarse un poco más. No es cuestión de indecisión... Otra vez, no me muevo.
En el segundo cajón guardo mis medicamentos. Partiendo con los dientes las mitades de mis pastillas, observo la redondez blanca y, luego, las medias lunas polvorientas. Podría tomarme muchas y podría también tomármelas todas. Sin saber, trago mi dosis. Es lo que corresponde al día. No hay motivo, las he vuelto a dejar en el pastillero.
No es difícil, mientras corto trozos de comida, deslizar un poco más la cuchilla. Ya sé lo que es un corte, aunque no la firmeza en la mano derecha. Si se apoya la punta en la parte blanda, debajo del pulgar, es sólo empujar y trazar un breve camino muñeca abajo. El acero sigue limpio de lo que de mis venas saliera. No lo pienso, no lo entiendo.
Cada día son tantas las oportunidades para quitarme de en medio... Es extraño. Me salvo aunque lo pienso. Hace mucho que estimaba si escribir o no este texto. A diferencia de provocarme la muerte, esto sí lo he hecho. No sé cómo, sobrevivo. No sé cuál es el pulso para evitar el paso, el salto, el trago o el corte definitivos. Día tras día, sigo y existo. Nunca quiero suicidarme, pero a veces me doy cuenta de que vivo, y me maravillo. Ya lo dije: quisiera ser la viejica de la que he escrito.