martes, 30 de julio de 2019

¿?

Es tentador el semáforo. De pie, al borde de la acera, miro sin ver a la gente cruzar, como un río de hormigas. El señor de verde parpadea. Un segundo, color rojo. Como animales furiosos, el tráfico se lanza más allá del paso de cebra. Me digo a mí misma, anda. No sé por qué, me quedo quieta.

El cielo está gris. También la acera. Desde mi balcón, a veces parece que hubiera la misma distancia hacia arriba o hacia abajo. No miro al frente, sino al suelo. Mi indiferencia anticipa el impacto. Sería fácil hacerlo, basta con inclinarse un poco más. No es cuestión de indecisión... Otra vez, no me muevo.

En el segundo cajón guardo mis medicamentos. Partiendo con los dientes las mitades de mis pastillas, observo la redondez blanca y, luego, las medias lunas polvorientas. Podría tomarme muchas y podría también tomármelas todas. Sin saber, trago mi dosis. Es lo que corresponde al día. No hay motivo, las he vuelto a dejar en el pastillero.

No es difícil, mientras corto trozos de comida, deslizar un poco más la cuchilla. Ya sé lo que es un corte, aunque no la firmeza en la mano derecha. Si se apoya la punta en la parte blanda, debajo del pulgar, es sólo empujar y trazar un breve camino muñeca abajo. El acero sigue limpio de lo que de mis venas saliera. No lo pienso, no lo entiendo.

Cada día son tantas las oportunidades para quitarme de en medio... Es extraño. Me salvo aunque lo pienso. Hace mucho que estimaba si escribir o no este texto. A diferencia de provocarme la muerte, esto sí lo he hecho. No sé cómo, sobrevivo. No sé cuál es el pulso para evitar el paso, el salto, el trago o el corte definitivos. Día tras día, sigo y existo. Nunca quiero suicidarme, pero a veces me doy cuenta de que vivo, y me maravillo. Ya lo dije: quisiera ser la viejica de la que he escrito.

martes, 16 de julio de 2019

La viejica


Sueño con pasar de los cincuenta y siete. Sueño con no tener canas, sino ya el cabello blanco. Quiero llegar a la edad de Séneca y de los paseos largos. Atravesar la línea y desechar para siempre los tacones altos. Tener en el espejo las telarañas colmándome los ojos y pensar en cómo pintar los labios adelgazados y en cómo maquillar los párpados blandos. Virar la mirada y poder decir qué putas las pasamos, pero es una buena vida. Contar también con mis amigos ancianos y hablar de días tranquilos y de días pasados. Quiero poder al fin decir dentro de la piel de un viejo: nunca lo fui, igual que nunca fui hombre y detrás del papel tampoco sé serlo. Ir envejeciendo y no dejar de cumplir años, colmar mis horas de instantes dorados. Acercarme a lo irreversible como quien encuentra un amigo. Tenerte a mi lado, diplomados en existencia, flotar contigo en una balsa de sapiencia. No volver al sexo porque nunca me haya despedido. Vestirme en las mañanas con vaqueros cómodos y sin renegar de la carne blanda, el vello ralo, transparente, los muslos escurridos, los pechos y las nalgas caídos... Llegar al día en presente más, más allá de los cincuenta y siete; y en mis ojos, que no son el mundo, como los de ella, en mis ojos oscuros el guiño de saber que, al final, incluso hubo días de buena suerte.

sábado, 13 de julio de 2019

Carboncillo


Éste es mi hombre. Aún es joven; yo envejeceré con él, pero no lo veré cambiar. Tiene las cejas como plumas de cuervo, lunares en las orejas y en los labios, en la boca carnosa y viva. Se le transparenta el verano en la piel, en la tirantez de los músculos suaves. Los brazos son ramas; las piernas, como columnas bíblicas, y entre las largas pestañas se lee el fulgor del pensamiento. Sonríe como sabiendo algo que yo no sé, como enterrando en mí la semilla de una noche blanca. Él es, por su sangre caminan los hilos del futuro. Tendré la suerte de que me comparta un ratito de su existencia. ¡Qué poca luz sin mi hombre! Moriré, espero, antes de su deceso. Los ojos le relucen entendiendo.

domingo, 7 de julio de 2019

Rima deshilachada


Dios debió de tener un gato en mente al esbozarte.
Que me cuenten si no de dónde sacaste los ojos.
Tras tus párpados hay las pupilas de la picardía inocente,
el pálpito de la inteligencia que, a pesar de la mirada,
no sabes verte.
Tú llorabas nunca: ya volcaron los astros
sobre tu rostro racimos de universo.
Las tus lágrimas llegarían en desnudarte del yelmo y la espada.

Hay una fábula que habla de leones en la playa
nevada.
También debió de ser
una musa alta: no se sabe qué
hay de ancestral escondido
en el bullicio de tu piel erizada,
una pizca de canción
de pobres que se aman.
Fiesta, fiesta cada noche
más adentro de la almohada,
fiesta de guirnaldas
colgadas en la cama,
pintura de obsidiana iluminada,
interruptor del tobillo, celebración de la mañana,
gloria del cuenco de leche,
suspiro en la hora cotidiana,
fulgor de la conversación entera,
entera, eterna, dorada.