LA PRIMERA VEZ
todavía era muy pequeña,
tenía
nueve años, más o menos.
Por la puerta entraba la luz azul,
el volumen bajo de nuestra tele cuadrada.
Yo daba vueltas, dejaba
las sábanas hechas un nudo,
y era difícil respirar,
era difícil concentrarse
en estar viva
porque acababa de sentir en todo mi cuerpo
que cuando te mueres
después no hay nada,
nada,
nada. Y no
tengo todavía ninguna forma de comprobarlo
(¿es que quisiera hacerlo
acaso?),
pero aquella certidumbre mortal de entonces,
las lágrimas, el agobio, el terror infinito
y el abrazo de mi madre,
no, tampoco lo olvido.
Ella me dijo que no lo sabía,
que, en realidad, nadie puede saberlo,
pero que lo que contaba en la vida era vivirla,
y si la vives quizás dará igual lo que haya luego.