(texto escrito a partir de la asociación de ideas
por las palabras que me han aportado otras personas:
¡gracias!)
En la vastedad del Universo no suena el timbre para llamar al recreo.
Sin embargo, un Dios infantil sabe
cuándo hay que salir a jugar. Se sienta en la negrura,
reúne unas cuantas estrellas, las gira, las reparte, altera inocentemente
cualquier permanencia,
borra el azar y lo reconstruye
con una sabiduría incomprensible. Es un Dios
niño
y, a la vez,
madre de todo,
anciano solitario,
capaz de soltar y conjugar como quiera los lazos. En la frente lleva
tatuados todos los astros, y en su faz negra, salpicada de pecas,
residen todas las galaxias.
El Dios de los dientes de leche se divierte con los párpados cerrados:
no le hace falta abrirlos para ver.
En lo que dura un batir de pestañas
nos esfumamos, regresamos
hechos polvo a la ancha
oscuridad del cielo,
hasta que Alguien,
un anciano, una madre,
un niño,
nos da un soplo de nuevo,
nos junta en esta tierra,
nos echa al mundo y
volvemos
a jugar.