En mi casa hay muchas cosas, muchos objetos. Sé que algunos son feos en ojos ajenos: una banqueta de plástico de colores primarios, un abrebotes rojo, un mantel con un agujero de un quemazo, un dispensador de celo con la forma de un zapato de tacón. Pero todos son objetos útiles y, además, a todas esas cosas se les une un sentimiento.
La banqueta, aunque no la compramos entonces, me recuerda a cuando empezamos a vivir juntos, no sé por qué.
Cuando veo el abrebotes también veo las manos de mi madre usándolo, sus anillos, su gesto preciso, el color de su piel.
Este mantel tiene el agujero por la ceniza de un cigarro de mi tío, de mi abuelo, de mi otro tío o de mi madre. Es el mantel de las Navidades, de apretarnos alrededor de la mesa en un comedor pequeño en el que no cabíamos, pero todavía estábamos todos.
El dispensador de celo lo llevo usando más de diez años. Es una horterada que tenía al lado mientras hacía mis proyectos, pegaba fotos en la puerta de mi cuarto, envolvía ni se sabe cuántos regalos. A mi madre le encantaba regalarme útiles de papelería así de kistch.
Son cosas, son objetos, definidos en sí mismos e inanimados, sin importancia para nadie más que yo, totalmente desechables para cualquiera, menos yo. Cosas, sin más, pero yo las miro y de golpe tienen corazón.
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