El día en que nací, tres hadas acudieron para bendecirme y otorgarme dones: la primera, Elocuencia, me obsequió con la habilidad de ser una escritora medianamente buena; la segunda, Espectadora, hizo de mí una persona muy observadora; y la tercera, Sedentaria, me miró con lágrimas en los ojos y dijo: “Ella es La Elegida”. Así pues, a lo largo de mi vida no me he caracterizado por ser una persona muy deportista porque, vamos a ver, pudiendo estar sentadita leyendo o escribiendo, o tumbada escuchando música, ¿para qué me voy a poner a hacer ejercicio?
Mi nulidad para las actividades
físicas se ha manifestado en mí de maneras muy variadas: las manos de
mantequilla, el tembleque en los brazos al intentar levantar una garrafa, la
afición que tengo por torcerme los tobillos cuando voy andando, los suspensos
en educación física desde primaria… Entre la torpeza y mi inexistente apetencia
por el deporte, he resultado ser una persona bastante sedentaria y basta echarme
un vistazo para verlo: tengo el metabolismo rápido, pero se me nota que soy fan
de los carbohidratos y que no lo compenso de ninguna manera.
Pues bien, a la salida de la
adolescencia se despertó en mí el deseo de cambiar mi cuerpo y me propuse hacer
ejercicio. Me apunté al gimnasio y corría durante media hora en la cinta dos
veces por semana (lo sé, una proeza). Como siempre me pasa, los efectos de la
carrera no tardaban ni medio minuto en hacerse notar: el corazón que parecía
que se me salía, los pulmones al límite de reventar, el pulso acelerado en las
espinillas y las sienes, el sabor a sangre en la boca, el mareíto de costumbre…
¡Ay, qué bien sienta hacer ejercicio! Como habrás podido deducir, me borré del
gimnasio al poco tiempo. Pero lo volví a intentar.
Esta vez, hice la matrícula al
polideportivo con una amiga e íbamos juntas a clase: Body Balance (sentadillas
encubiertas tras el fino velo del yoga), Body Pump (una hora de ejercicio con
pesos que no sé cómo resistí porque no soy capaz de subir la bolsa de la compra
a casa sin hacer al menos una parada técnica), Body Dying (esto, por dentro). Y
entonces mi amiga se borró. Yo, que soy muy tozuda y también muy idealista,
seguí yendo, pero las clases me aburrían y también me caían mal los
instructores (luego te cuento más). Total, que me borré yo también y tardé un
par de años en volver a apuntarme.
Llegamos ahora a mi tercer
periodo de gimnasio, ¡el peor de todos! Volví a correr en la cinta media hora
obviando las miradas de los que me metían prisa, pedaleaba quince minutos más
en la bici estática y, un día, decidí ir a la clase de Cycling, que parece que
es una variante más sádica del Spinning. Le dije al instructor que era mi
primera vez y que estaba en muy mala forma. Él ajustó la resistencia de la bicicleta
estática:
─¿Cuánto pesas? Lo pondré a la
mitad de tu peso.
─¿¡A la mitad?!
─Hombre, es que, si no aguantas con la
mitad de tu peso, eso quiere decir que sí que estás mal.
Pensé que me moría en esa clase. No
podía respirar. Por una parte, uno piensa que qué buena fe por parte del
instructor; pero, por otra, me pregunto por qué ese hombre no me escuchó cuando
le dije que yo no estaba en forma para nada, por qué no adaptó de verdad la
resistencia de la bicicleta a mi capacidad física. Lo mismo para la profesora
de Body Pump: ¿por qué hizo que yo cogiera más peso del que era capaz?
Desengañada totalmente de las clases,
volví a la cinta estática, hasta que un día se me ocurrió la formidable idea de
probar las máquinas. ¿Qué máquinas? Pues ni idea, las típicas que hay en el
gimnasio para hacer piernas y brazos. Como yo sólo sé usar las mancuernas, le
pedí a una instructora que me enseñara a usar las máquinas. “¿Cuál?”, me
preguntó. “Es que no sé usar ninguna”, respondí, y te aseguro que esa mujer se
merece un trofeo por el resoplido y la mirada de desdén: yo nunca he conseguido
ser tan repelente, y mira que me esfuerzo. “Primero tienes que hacer quince
minutos de cardio y luego me vienes a buscar”. Bueno, quince minutos más tarde,
volví para verla, y ella se había metido en una sala a dar una clase. ¿Por qué
me dijo que la fuera a buscar si no iba a estar disponible? Misterios del
universo. Había otra instructora por allí, así que me acerqué a ella con la
mejor de mis sonrisas y le pedí ayuda. “No te puedo atender, estoy muy
ocupada”, dijo, y siguió hablando con el musculitos que había junto al
mostrador. Sentí un desprecio tal que anulé el abono al gimnasio en cuanto salí
de los vestuarios. Vamos a ver, ¿no era el trabajo de esta gente motivar a los
demás para hacer ejercicio? ¿No tienen que guiar y acompañar en la ardua tarea
de acondicionar el cuerpo? ¿O es que pretendían que todo el mundo estuviera en
forma antes de estar en forma?
No ha habido un cuarto intento de ir
al gym. ¿Para qué, si tengo que ejercitarme para poder hacer ejercicio? ¿Para
lidiar otra vez con la condescendencia e ineptitud de esos instructores? ¿Para
soportar miraditas por no estar en forma? Va a ser que no. Sentadita estoy
mejor, que para algo me escogió Sedentaria.
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