jueves, 9 de septiembre de 2021

Ya hay que estar en forma para ir al gimnasio

El día en que nací, tres hadas acudieron para bendecirme y otorgarme dones: la primera, Elocuencia, me obsequió con la habilidad de ser una escritora medianamente buena; la segunda, Espectadora, hizo de mí una persona muy observadora; y la tercera, Sedentaria, me miró con lágrimas en los ojos y dijo: “Ella es La Elegida”. Así pues, a lo largo de mi vida no me he caracterizado por ser una persona muy deportista porque, vamos a ver, pudiendo estar sentadita leyendo o escribiendo, o tumbada escuchando música, ¿para qué me voy a poner a hacer ejercicio?

Mi nulidad para las actividades físicas se ha manifestado en mí de maneras muy variadas: las manos de mantequilla, el tembleque en los brazos al intentar levantar una garrafa, la afición que tengo por torcerme los tobillos cuando voy andando, los suspensos en educación física desde primaria… Entre la torpeza y mi inexistente apetencia por el deporte, he resultado ser una persona bastante sedentaria y basta echarme un vistazo para verlo: tengo el metabolismo rápido, pero se me nota que soy fan de los carbohidratos y que no lo compenso de ninguna manera.

Pues bien, a la salida de la adolescencia se despertó en mí el deseo de cambiar mi cuerpo y me propuse hacer ejercicio. Me apunté al gimnasio y corría durante media hora en la cinta dos veces por semana (lo sé, una proeza). Como siempre me pasa, los efectos de la carrera no tardaban ni medio minuto en hacerse notar: el corazón que parecía que se me salía, los pulmones al límite de reventar, el pulso acelerado en las espinillas y las sienes, el sabor a sangre en la boca, el mareíto de costumbre… ¡Ay, qué bien sienta hacer ejercicio! Como habrás podido deducir, me borré del gimnasio al poco tiempo. Pero lo volví a intentar.

Esta vez, hice la matrícula al polideportivo con una amiga e íbamos juntas a clase: Body Balance (sentadillas encubiertas tras el fino velo del yoga), Body Pump (una hora de ejercicio con pesos que no sé cómo resistí porque no soy capaz de subir la bolsa de la compra a casa sin hacer al menos una parada técnica), Body Dying (esto, por dentro). Y entonces mi amiga se borró. Yo, que soy muy tozuda y también muy idealista, seguí yendo, pero las clases me aburrían y también me caían mal los instructores (luego te cuento más). Total, que me borré yo también y tardé un par de años en volver a apuntarme.

Llegamos ahora a mi tercer periodo de gimnasio, ¡el peor de todos! Volví a correr en la cinta media hora obviando las miradas de los que me metían prisa, pedaleaba quince minutos más en la bici estática y, un día, decidí ir a la clase de Cycling, que parece que es una variante más sádica del Spinning. Le dije al instructor que era mi primera vez y que estaba en muy mala forma. Él ajustó la resistencia de la bicicleta estática:

¿Cuánto pesas? Lo pondré a la mitad de tu peso.

─¿¡A la mitad?!

─Hombre, es que, si no aguantas con la mitad de tu peso, eso quiere decir que sí que estás mal.

Pensé que me moría en esa clase. No podía respirar. Por una parte, uno piensa que qué buena fe por parte del instructor; pero, por otra, me pregunto por qué ese hombre no me escuchó cuando le dije que yo no estaba en forma para nada, por qué no adaptó de verdad la resistencia de la bicicleta a mi capacidad física. Lo mismo para la profesora de Body Pump: ¿por qué hizo que yo cogiera más peso del que era capaz?

Desengañada totalmente de las clases, volví a la cinta estática, hasta que un día se me ocurrió la formidable idea de probar las máquinas. ¿Qué máquinas? Pues ni idea, las típicas que hay en el gimnasio para hacer piernas y brazos. Como yo sólo sé usar las mancuernas, le pedí a una instructora que me enseñara a usar las máquinas. “¿Cuál?”, me preguntó. “Es que no sé usar ninguna”, respondí, y te aseguro que esa mujer se merece un trofeo por el resoplido y la mirada de desdén: yo nunca he conseguido ser tan repelente, y mira que me esfuerzo. “Primero tienes que hacer quince minutos de cardio y luego me vienes a buscar”. Bueno, quince minutos más tarde, volví para verla, y ella se había metido en una sala a dar una clase. ¿Por qué me dijo que la fuera a buscar si no iba a estar disponible? Misterios del universo. Había otra instructora por allí, así que me acerqué a ella con la mejor de mis sonrisas y le pedí ayuda. “No te puedo atender, estoy muy ocupada”, dijo, y siguió hablando con el musculitos que había junto al mostrador. Sentí un desprecio tal que anulé el abono al gimnasio en cuanto salí de los vestuarios. Vamos a ver, ¿no era el trabajo de esta gente motivar a los demás para hacer ejercicio? ¿No tienen que guiar y acompañar en la ardua tarea de acondicionar el cuerpo? ¿O es que pretendían que todo el mundo estuviera en forma antes de estar en forma?

No ha habido un cuarto intento de ir al gym. ¿Para qué, si tengo que ejercitarme para poder hacer ejercicio? ¿Para lidiar otra vez con la condescendencia e ineptitud de esos instructores? ¿Para soportar miraditas por no estar en forma? Va a ser que no. Sentadita estoy mejor, que para algo me escogió Sedentaria.

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