miércoles, 2 de junio de 2021

Los gatos de mi barrio

Creo que se llama Elvis ese gato que vive en la calle de detrás, la que es peatonal. Tiene manchas naranjas. El gato, digo, no la calle. Y creo que también es hembra, no sé. Yo nunca le he visto testículos. El caso es que es uno de los gatos amigos de mi barrio. Una vez, hará dos veranos, estaba yo yendo hacia el tren. Me levantaba pronto porque hacía de canguro y tenía que estar en la casa donde trabajaba para despertar a los niños. En fin, iba hacia el tren y me encontré a Elvis maullando ante una puerta. Llamé varias veces mientras lo acariciaba, pero no contestó nadie. Seguramente, Elvis había salido de casa durante la noche y, para cuando quiso volver, ya se habían marchado todos a trabajar. Tuve que marcharme; no podía llegar tarde. Lo cierto es que estuve pensando bastante en el gato, deseando que no le pasara nada, y me alegré muchísimo al verlo en la calle unos días después. Elvis se acercó a mí y se frotó contra mis piernas, y levantó su cabecita hacia mi mano para que lo acariciara. O la acariciara, quién sabe. Desde entonces, siempre que me ve me viene a saludar y me pide algún mimo, y a veces incluso quiere jugar y me mordisquea con suavidad.


Elvis no debe de aburrirse nada. En sus calle vive otra gata, Misi, si no me equivoco. Es la gata de Amina, una chica que venía conmigo a la guardería y luego al instituto. Misi es un amable (sí, es posible ser un gato amable) y también se deja acariciar, pero es menos zalamera que Elvis, más independiente. Me gusta mucho cuando me los encuentro juntos, jugando, de pie sobre sus patas traseras, golpeándose traviesamente con las almohadillas de las patas delanteras y con las colas tiesicas, en forma de interrogante. A veces ruedan juntos por el suelo y luego se limpian un poco. Me encanta que sean amigos.


Y luego hay dos gatos más, que tienen el mismo pelaje atigrado, pero uno está gordote y el otro es delgadín. A estos los veo más a la hora de después de comer. Estos no me los encuentro en la calle, sino acomodados en los alféizares de la planta baja de la casa en la que viven. Como tengo las manos flacas, puedo meterlas a través de la reja, que hace rombos, y acariciarlos un rato. Creo que a uno, al delgado, no le caigo demasiado bien; aun así, deja que me acerque y que lo acaricie un poco antes de avisarme con un mordisco. Con el otro, el gato grande, es otra historia. Es el primer gato de mi barrio del que me hice amiga. Es muy, muy cariñoso, siempre con ganas de que lo acaricien. A veces, con sólo ver que me acerco, comienza a rozarse contra la verja esperando a sentir mis dedos. Y ronronea. Muchas veces llegué tarde a las clases del máster por estar deliberadamente demasiado rato acariciándolo.


Hay veces que tengo suerte y me los encuentro a todos en el mismo paseo, y entonces el día, sea como haya sido, es un poco más bueno.

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