Salgo a la calle lo más dignamente que puedo a pasear el cadáver de mi abuela, que respira, pero no vive; que come, orina y defeca, pero que hace mucho tiempo que dejó de ser. El cadáver de mi abuela ya ha perdido toda la coherencia, y también todos los quilos que podía perder. La piel se escurre sobre sus huesos puntiagudos y el azul se le pierde hacia dentro, hacia atrás, regresado al polvo, dentro de las cuencas de los ojos. El cadáver de mi abuela ha vuelto a la fase oral y se muerde las manos temblorosas, llagándose la poca carne que conserva, arrancándose los dientes en los mordiscos y los tirones. El cadáver de mi abuela dice tal vez una palabra, y luego su garganta vibra, como el motor de un avión que fuera a despegar, y ojalá emprendiera el vuelo ya. Paseo lo mejor que puedo con el cuerpo de mi abuela, que no descansa. Me detengo a volver a ponerle los pies bien en la silla de ruedas. Me detengo a quitarle las manos de la boca. La gente mira al cadáver de mi abuela; las madres les tapan los ojos a sus hijos. Yo me detengo, deseando de verdad que todo vuelva a la tierra.
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