Su pueblo era, sencillamente, minúsculo. Una aldea, según el libro de ciencias sociales, una aldea costera. Trescientos habitantes, si llegaba. Y casi todos eran adultos, o casi todos eran ya viejitos. Paula tenía siete años. Ya ves, siete, qué mayorcita, le decían. Y era verdad: Paula era la niña más mayor de la aldea. Sólo le pasaba Irene, que iba ya para los trece y ya no era una niña, sino una chica. Los demás eran muy pequeños todavía.
Paula no se sentía sola. Le gustaba estar con los adultos, le gustaba sentarse en la panadería de su madre mientras hacía los deberes y hablar con todos los clientes, que la ayudaban con las multiplicaciones, pero no con la caligrafía. También le gustaba acompañar a su padre a por el periódico y leer con él las noticias. No las entendía, pero le gustaba leer las noticias.
Sobre todo, no se sentía sola por Tina, la delgada galgo de la familia, que siempre quería tumbarse con ella y jugar con ella y pasear con ella y rebozarse en la arena con ella.
Pero terminó sintiéndose sola, sí, el día en el que se murió Tina. No era muy vieja. Los ancianos de la aldea vivían mucho más. Paula lloró y lloró, y se fue a la playa a seguir llorando, y no había casi nadie porque era invierno, pero los que había le preguntaban por qué lloraba, y ella sólo respondía llorando. Ni siquiera trescientas personas; en menos de una hora, todos sabían que se había muerto Tina y se acercaban a la playa a darle el pésame a Paula.
Paula no fue a casa para comer; su padre tuvo que traerle una botella grande de agua y un bocadillo. Tampoco quería marcharse para la hora de cenar. Se había quedado pegada al suelo de la playa, hundida en la arena bajo el peso del luto. Al final, bajó su madre con una manta y la arropó, y de tanto llorar y tanta pena, Paula acabó dormida. Notó como en sueños que la llevaban a la cama. Antes de dormirse del todo, pensó que al día siguiente tampoco iría tras de ella Tina, camino de la playa, que sólo la sorda soledad la seguiría.
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