domingo, 28 de febrero de 2021

Paula

Su pueblo era, sencillamente, minúsculo. Una aldea, según el libro de ciencias sociales, una aldea costera. Trescientos habitantes, si llegaba. Y casi todos eran adultos, o casi todos eran ya viejitos. Paula tenía siete años. Ya ves, siete, qué mayorcita, le decían. Y era verdad: Paula era la niña más mayor de la aldea. Sólo le pasaba Irene, que iba ya para los trece y ya no era una niña, sino una chica. Los demás eran muy pequeños todavía.

Paula no se sentía sola. Le gustaba estar con los adultos, le gustaba sentarse en la panadería de su madre mientras hacía los deberes y hablar con todos los clientes, que la ayudaban con las multiplicaciones, pero no con la caligrafía. También le gustaba acompañar a su padre a por el periódico y leer con él las noticias. No las entendía, pero le gustaba leer las noticias.

Sobre todo, no se sentía sola por Tina, la delgada galgo de la familia, que siempre quería tumbarse con ella y jugar con ella y pasear con ella y rebozarse en la arena con ella.

Pero terminó sintiéndose sola, sí, el día en el que se murió Tina. No era muy vieja. Los ancianos de la aldea vivían mucho más. Paula lloró y lloró, y se fue a la playa a seguir llorando, y no había casi nadie porque era invierno, pero los que había le preguntaban por qué lloraba, y ella sólo respondía llorando. Ni siquiera trescientas personas; en menos de una hora, todos sabían que se había muerto Tina y se acercaban a la playa a darle el pésame a Paula.

Paula no fue a casa para comer; su padre tuvo que traerle una botella grande de agua y un bocadillo. Tampoco quería marcharse para la hora de cenar. Se había quedado pegada al suelo de la playa, hundida en la arena bajo el peso del luto. Al final, bajó su madre con una manta y la arropó, y de tanto llorar y tanta pena, Paula acabó dormida. Notó como en sueños que la llevaban a la cama. Antes de dormirse del todo, pensó que al día siguiente tampoco iría tras de ella Tina, camino de la playa, que sólo la sorda soledad la seguiría.

lunes, 15 de febrero de 2021

Haikus (I)


Lavandería

Domingo de sol

tendiendo la colada:

olor a blanco.



Primeras lluvias

Cae en el río

una gota de marzo,

traza un círculo.



Habitación biblioteca

Montón de libros,

uno abierto en el suelo:

lector dormido.



Aquellos días

Manchas de helado

en las manos del niño,

sabor de estío.



Invierno

Sólo seis grados

en cristal y mercurio,

aire pálido.

lunes, 8 de febrero de 2021

08/02/2021

 

Buttermere, the Lake District
Alfred de Bréanski


viernes, 5 de febrero de 2021

Mortis causa

Como no podía hablar, como nadie se detenía a escuchar, se le quedaban las historias atrancadas en la garganta, y aquello era sumamente molesto porque le costaba mucho tragar el agua o los alimentos. Lo de que no le saliera la voz, al cabo de los años, dejó de importarle tanto... A todo se acostumbra uno, decían. Bueno, a no poder sacarlo, sí. A no poder tragarlo, no. Sobre todo comenzaba a ser difícil aguantar esa sensación de tener piedras dentro del cuello... de tener una especie de bolas duras que se movían con la respiración... de notar cómo se iban multiplicando... Al final, hasta se le veían las protuberancias desde fuera, como pequeños y duros quistes pegados a la carne. Terminó teniendo que ir al médico cuando ya llevaba dos días sin poder siquiera beber una gota de agua. Trató de explicarse por gestos. Como siempre, no le entendieron y procedieron a hacerle un examen completo. Nada concluyente, habría que hacer biopsia. Pero no fue a tiempo; fue, directamente, autopsia. El paciente se había ahogado cuando aquellas esferas de su garganta no dejaron pasar ni el aire. Así que, en el depósito, lo abrieron para determinar la causa de la muerte, sin que a nadie jamás se le ocurriera que se había muerto de no poder explicar sus historias, y no fueron lo suficientemente avispados como para comprender, reunidos alrededor de la fría mesa metálica, que aquel largo, largo collar de perlas que le extrajeron de la garganta era, en realidad, un collar de palabras cristalizadas.