jueves, 17 de diciembre de 2020

Dos ruedas

La primera persona a la que vi andar en bicicleta era una monja, así que, naturalmente, creí que era Dios quien hacía que no se cayera. Yo tendría unos tres años entonces, pero aquélla no fue una imagen fácil de olvidar: los tobillos asomando bajo la falda del hábito, que parecía amplia como una negra carpa de circo; los vetustos zapatos de cordones sobre los pedales, la cofia volando tras la nuca... Sin duda, una visión milagrosa. De modo que le pedí a mi madre que le quitara los ruedines a mi bici en cuanto llegamos a casa y volvimos a bajar juntas a la calle. No dejé que mi madre me sujetara: Dios lo haría.


Y me caí, claro, y le cogí miedo a la bicicleta y me enfadé con Él. Luego pensé que tal vez tenía que portarme mejor para que Dios me ayudara, o que sin un crucifijo Él no vería que necesitaba su ayuda, pero se me quitaron las ganas de intentarlo nuevamente hasta que tuve que crecer y no quedarme atrás en aquel verano de excursiones a los pueblos de al lado, el verano de después de la comunión. Yo era la única que no sabía montar en bici, así que me forcé a aprender antes de la primera salida. Me daba vergüenza, conque salí muy pronto una mañana para que nadie me viera, enfilé la cuesta de la iglesia empujando la bicicleta medio oxidada de mi abuelo y me quedé ahí arriba, aterrorizada, pensando en el golpe terrible que me di cuando le pedí a mi madre que me quitara los ruedines. Pero pronto se despertarían en casa y no podían saber que yo me había escapado, de modo que me decidí, me monté como pude y di la primera pedalada, y luego otra, y otra, y ya iba cuesta abajo, y sentía que nunca podría parar si dejaba de pedalear, y que si no dejaba de pedalear no me pararía nunca.


Bajaba sin freno. Literalmente, la bicicleta no tenía frenos, pero no me había fijado en eso a tiempo. El aire mañanero zumbaba en mis oídos, silbaba como si me fuera a arrancar las orejas, y los adoquines me hacían brincar sobre el sillín y sabía que acabaría con morados en la entrepierna. Los pedales iban solos, mis pantorrillas y muslos se habían quedado flojos de la angustia y se me secaban las lágrimas antes de salirse de los ojos, y la bajada no se acababa nunca hasta que, sin saber cómo, vi que la calzada se volvía vertical y di de costado en el suelo.


No dieron las campanadas, pero mi grito bastó para despertar a la calle. Me rompí un brazo y una pierna. ¡Adiós, excursiones de verano! ¿Y Dios? ¿Y cómo lo hizo la monja? Las escayolas no valieron la pena, o sea que fue totalmente un sinsentido que yo terminara apóstata y ciclista en los ratos libres.

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