Irme a vivir a casa de mi ex no es algo que me hubiera creído capaz de hacer, pero lo hice de todos modos. Aunque ya lo nuestro hiciera tanto que estaba roto, nos quedaba todavía el vínculo del cariño añejo, la certidumbre de habernos conocido tal y como éramos. Con la pandemia, sus compañeras de piso se fueron todas a casa de sus respectivas familias. Ella, no. No quería pagar su alquiler en balde y, además, sus padres se marcharon al pueblo, y ella no quería volver allí jamás por todo aquello. Yo también estaba solo. Es decir, hacía tiempo que vivía solo, pero salía y estaba en compañía prácticamente a diario. Llegó el día en el que llevábamos cerca de un mes de cuarentena y entonces la soledad habló por mí. Nos costó dos llamadas telefónicas decidir que yo me fuera a su apartamento lo que nos quedase de encierro. No me llevé muchas cosas: ordenador y teléfono, cargadores, algo de ropa, el cojín con el que dormía siempre. Aquello era una medida temporal.
No nos fue mal del todo. Nos levantábamos hacia las nueve, desayunábamos, limpiábamos y hacíamos ejercicio, y después de toda esa eternidad era la hora de comer. Charlábamos en la cocina, nos poníamos al día ignorando el hecho de que cortamos, comíamos, lavábamos los platos. Ella se echaba la siesta, yo jugaba a videojuegos, y después a veces yo iba a hacer la compra y ella siempre sacaba a pasear al perro. Pensé que no querría separarme de él cuando la cuarentena se terminara. Hacíamos como si nada para no sentirnos solos. Por las noches veíamos películas después de cenar, siempre alguna ligera para no pensar y no llorar, hablábamos por teléfono con los allegados y hacia la una cada uno se volvía a su cama. No le dijimos a nadie que estábamos sobreviviendo juntos.
De vez en cuando, como por casualidad, nos besábamos o nos acostábamos tratando de convencernos de que aquello no era hacer el amor, aunque la piel del otro fuera el único refugio de esa soledad pegajosa y eso era quererse un poco a uno mismo. Nos quedábamos tumbados un rato, tapados, mirando el techo, hablando de qué íbamos a comer la siguiente semana, hablando de las noticias, hablando de cosas que pasaron antes de todo y que ahora eran atemporales, hablando, en el fondo, de nada. Alguna vez discutimos y yo pensé en largarme y ella pensaría en echarme del piso, pero volvía la noche con sus lamentos insidiosos y ninguno se movía. Llegué a conocer muy bien aquellas paredes pintadas.
Su compañera de piso anunció que volvía al cabo de una semana. Ella me lo dijo; simplemente, lo dijo, sin esperar réplicas ni explicarme que yo tendría que marcharme. ¿Para qué? No hacía falta. Ya se podía salir a la calle tarde por la tarde y pronto por la mañana. Los dos volveríamos a apañarnos. Las horas pasaron lentas y pesadas, con su impasibilidad de siempre, y yo recogí mis pocas cosas, localicé las llaves de mi casa, me fui en un día claro lleno de niebla. Ella me abrazó en la puerta, miró un poco cómo yo bajaba las escaleras, el perro ladró y la vida regresó a aquel cauce extraño. Otra vez fingimos nunca habernos conocido. Ahora vuelven a hablar los medios de un encierro... Me doy la vuelta para dormirme, me recuerdo que no la quiero, recuerdo también sobre la almohada cómo huele su pelo.
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