viernes, 29 de mayo de 2020

La historia de mi vida

Nací de la unión de una mujer y un hombre muy diferentes a los que sólo una vez vi besarse. Aprendí a hablar pronto, aprendí a caminar tarde; era yo un gato balbuciente. De mi infancia poco puedo decir más allá de las pinceladas de la inteligencia precoz, el candor arrollador y la tierna neblina de ser capaz de aceptar lo incomprensible. ¡Qué lástima comenzar a entender tan pronto! A medida que se me comía el mundo se fue extinguiendo la alegría que rebosaba. Creo que fue a los nueve cuando empecé a sentirme sola, sutilmente alejada de los amigos que hasta entonces había hecho. También comencé a escribir entonces: una obra de teatro de once páginas y una carta a mi profesor, alentada por mi madre, explicando cómo me hacían sentir las compañeras que me acosaban.

Curiosa preadolescencia, también temprana. Mis amigas crecían y yo tenía el pecho y las axilas lisas. Mi madre me consolaba. A mi padre lo recuerdo por la noche, los domingos y en verano, y en cada encuentro me extrañaba cómo nos íbamos apartando porque yo, supongo que a su pesar, tenía el modo de pensar de mi madre. Más de diez años tuvieron que pasar para que pudiéramos volver a entendernos.

Siguió la alienación infecciosa. Recuerdo una vez, en el coche de mi madre, eterna confidente, riña ocasional, en la que le dije que por entender demasiadas cosas no entendía nada, y me confesó que ella fue en mi edad así. Me parecía que cualquier otro era más feliz que yo.

Muchos descubrimientos con el primer amor y hoy alegría de que se terminara. En aquella época arrancó la epidemia de muertes. Me acordaba del entierro de mi abuela paterna cuando, después de que los médicos fallaran hasta cuatro meses antes en el diagnóstico del cáncer, se murió mi tío Juan. Para mi tía también comenzó la maldición de la vida. Y yo había estado triste, pero ése fue mi primer contacto con el verdadero dolor. Dos años más tarde, también de cáncer, murió mi abuelo materno. Unos meses después, el paterno. De la abuela que me queda nos dijeron que era Alzeheimer, y ahora está en cuerpo y nada más. Yo ya comenzaba a sentirme enferma de pena. Mientras tanto, en una pirueta imposible, saqué incluso buenas notas, perdí algunos amigos, hice otros. No fueron buenos años: los días se sucedían en una vorágine de enfado y tristeza profunda y soledad, aunque siempre me aseguraran que me querían y que, en realidad, no estaba sola.

Segundo amor, también duradero, presencia de la muerte de mi otro tío por la misma enfermedad, de por fin la separación de mis padres, del pesar y el llanto que ambos me ocasionaron. Mi madre también enfermó de cáncer y pasó los siguientes años dispuesta a vivir de verdad. Fue una época más feliz, pero yo sólo lo intuía. Comencé la terapia y, después, la medicación. Ruptura por en medio, amistad que se conservó. Con mi padre discutía a menudo y con mi madre viajaba mucho. Casi siempre nos entendíamos tanto que daba envidia, hoy lo extraño cada día. En un año y medio terminaba la carrera y entonces murió. Eternamente me repugnará el tabaco y eterna será mi recuperación.

Resultó que muchos no me querían realmente, pero también vi que sí que era querida de verdad, aunque nada superara el vínculo con mamá. Muchos me acogieron bajo sus alas y me acompañaron en mi tristeza sin adulterar. Terminé la carrera, comencé el máster y todavía no me explico cómo he sobrevivido. A todos doy gracias.

Al poco de morir mi madre sucedió un milagro y él apareció en mi vida. Ya vivimos juntos, ya planeamos más, ya tengo complicidad definitiva, amparo constante, amor ideal. He vuelto a temer a la muerte. Allí te veré de nuevo, mamá, pero no quiero despedirme de lo que aquí tengo. Me parezco un poco más a aquella niña risueña, sigo escribiendo (he mejorado algo)... mañana, Dios dirá.

viernes, 22 de mayo de 2020

Consulta sin diván

Aunque sea indirectamente, mi psicóloga y yo siempre hablamos de la felicidad. Hace cuatro años que me visita y y hace tres que me medico. No quiero decir que soy una infeliz, pero sí soy infeliz a ratos, y es una tristeza infecciosa y fuerte que enraíza en los huesos en un segundo y que después no se puede arrancar, porque llega hasta el tuétano. Así que hablamos de la felicidad y de mis planes de futuro, porque yo vivo básicamente en el futuro, ese gran contenedor de esperanzas, esa promesa diaria. Y no sé si hace cuatro años tenía todo tan claro como ahora, pero no iría desencaminada. El futuro, qué salvavidas, sobre todo con un pasado tan doloroso. Espero seguir viviendo tan sentidamente, pero rezaría para detener las desgracias. He tenido muchos momentos luminosos que me producen tanta nostalgia... A cada segundo me alejo, y lo detesto, pero siempre he extrañado el futuro.

Y estamos con que últimamente no hay futuro. O sí lo hay, pero lejano: ese futuro de trabajo estable y casa nueva y boda e hijos alegres y sanos. Mientras tanto, ahora es un presente constante, como el pasillo de un hotel, sin más perspectiva que despertarme mañana y tal vez variar un punto de hoy; tal vez ponerme un vestido o regar las plantas o terminarme el libro tan rápido. Enclaustrada en este universo minúsculo entre el portal y el terrado, vivo sin pausa la dilatación del tiempo. Y no es por esta situación extraña, pero hace días que creo que estoy menos triste o que, al menos, si la tristeza me acompaña fielmente, es normal; una pena normal para mí y quizás desesperante para cualquier otro, pero al fin comprendo la medida de mis ganas de llorar.

Y también hablamos siempre de mi madre. ¡Cómo no! El gran pilar de mis días, el recuerdo absoluto, el tesoro de las memorias y las fotografías. Y me ha preguntado mi psicóloga si creo que mi madre estaría tranquila viéndome así. Mi respuesta es franca: cuando me hundo pienso precisamente en estar defraudándola de algún modo. Creo que Borges lo dijo mejor que yo (y a todos os remito a El remordimiento), y a veces, cuando estoy bien, también me acuerdo y me imagino a mi madre sonriendo por el bienestar de este preciso momento. Mi psicóloga me ha dicho que no hay que poner presión a mi felicidad. Me figuro que, después de todo, la respuesta la encontraré en una cuestión bien simple: "si yo fuera mi mama, ¿qué querría para la felicidad de mi hija?".

Se bajan las persianas, se cierran las puertas, se hace tarde. Las agujas del reloj siempre avanzan en el mismo eje, marcando cifras blancas y cifras negras. Poco a poco espero consultar la hora cuando den en punto las blancas, aunque sea coincidencia.

lunes, 11 de mayo de 2020

Decurso

Antes, cuando aún tenía todo por hacer
y no sabía qué,
me preguntaba el motivo de haber entrado en esta vida;
no recordaba el futuro que me quedaba.

Ahora, cuando he hecho todos los días
y he entendido lo que podía entender,
me pregunto el motivo de haber entrado en esta habitación:
estoy aquí y no sé cómo ni por qué.