Nací de la unión de una mujer y un hombre muy diferentes a los que sólo una vez vi besarse. Aprendí a hablar pronto, aprendí a caminar tarde; era yo un gato balbuciente. De mi infancia poco puedo decir más allá de las pinceladas de la inteligencia precoz, el candor arrollador y la tierna neblina de ser capaz de aceptar lo incomprensible. ¡Qué lástima comenzar a entender tan pronto! A medida que se me comía el mundo se fue extinguiendo la alegría que rebosaba. Creo que fue a los nueve cuando empecé a sentirme sola, sutilmente alejada de los amigos que hasta entonces había hecho. También comencé a escribir entonces: una obra de teatro de once páginas y una carta a mi profesor, alentada por mi madre, explicando cómo me hacían sentir las compañeras que me acosaban.
Curiosa preadolescencia, también temprana. Mis amigas crecían y yo tenía el pecho y las axilas lisas. Mi madre me consolaba. A mi padre lo recuerdo por la noche, los domingos y en verano, y en cada encuentro me extrañaba cómo nos íbamos apartando porque yo, supongo que a su pesar, tenía el modo de pensar de mi madre. Más de diez años tuvieron que pasar para que pudiéramos volver a entendernos.
Siguió la alienación infecciosa. Recuerdo una vez, en el coche de mi madre, eterna confidente, riña ocasional, en la que le dije que por entender demasiadas cosas no entendía nada, y me confesó que ella fue en mi edad así. Me parecía que cualquier otro era más feliz que yo.
Muchos descubrimientos con el primer amor y hoy alegría de que se terminara. En aquella época arrancó la epidemia de muertes. Me acordaba del entierro de mi abuela paterna cuando, después de que los médicos fallaran hasta cuatro meses antes en el diagnóstico del cáncer, se murió mi tío Juan. Para mi tía también comenzó la maldición de la vida. Y yo había estado triste, pero ése fue mi primer contacto con el verdadero dolor. Dos años más tarde, también de cáncer, murió mi abuelo materno. Unos meses después, el paterno. De la abuela que me queda nos dijeron que era Alzeheimer, y ahora está en cuerpo y nada más. Yo ya comenzaba a sentirme enferma de pena. Mientras tanto, en una pirueta imposible, saqué incluso buenas notas, perdí algunos amigos, hice otros. No fueron buenos años: los días se sucedían en una vorágine de enfado y tristeza profunda y soledad, aunque siempre me aseguraran que me querían y que, en realidad, no estaba sola.
Segundo amor, también duradero, presencia de la muerte de mi otro tío por la misma enfermedad, de por fin la separación de mis padres, del pesar y el llanto que ambos me ocasionaron. Mi madre también enfermó de cáncer y pasó los siguientes años dispuesta a vivir de verdad. Fue una época más feliz, pero yo sólo lo intuía. Comencé la terapia y, después, la medicación. Ruptura por en medio, amistad que se conservó. Con mi padre discutía a menudo y con mi madre viajaba mucho. Casi siempre nos entendíamos tanto que daba envidia, hoy lo extraño cada día. En un año y medio terminaba la carrera y entonces murió. Eternamente me repugnará el tabaco y eterna será mi recuperación.
Resultó que muchos no me querían realmente, pero también vi que sí que era querida de verdad, aunque nada superara el vínculo con mamá. Muchos me acogieron bajo sus alas y me acompañaron en mi tristeza sin adulterar. Terminé la carrera, comencé el máster y todavía no me explico cómo he sobrevivido. A todos doy gracias.
Al poco de morir mi madre sucedió un milagro y él apareció en mi vida. Ya vivimos juntos, ya planeamos más, ya tengo complicidad definitiva, amparo constante, amor ideal. He vuelto a temer a la muerte. Allí te veré de nuevo, mamá, pero no quiero despedirme de lo que aquí tengo. Me parezco un poco más a aquella niña risueña, sigo escribiendo (he mejorado algo)... mañana, Dios dirá.
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