Mama, tú decías que la noche es mal momento para pensar, pero ya me he tomado la píldora para dormir y en este prólogo mi mente centrifuga. Tengo muchas ganas y, en realidad, mucha necesidad de verte, y no quiero sólo un papel con tu imagen, porque me falta tu corporeidad, el sonido de tu voz, tu risa franca y tus ojos rebosantes de inteligencia y de cariño.
Ya ves, la pesadilla se salió del sueño. Pronto hará dos años, y además de la pena tengo el miedo: terror ante los álbumes y la certidumbre de que nunca habrá más fotografías tuyas, parálisis ante toda la vida que me queda en este lado y tú en el otro, pavor por un día enfermar y olvidarme de todo, pánico absoluto por si no vuelvo a encontrarte nunca. Una conversación en el sofá, una de esas tardes leyendo, volver a casa y escuchar tu alegría al oír que llegaba, contarte mi día y todas esas cosas que se me ocurren y que a casi nadie le importan, carcajadas con un chiste nuestro, recordar los viajes y pensar en el próximo (ahí quedó Granada, ahí volver a Disneylandia), y para todas estas cosas, mama, yo sólo tengo la mitad, y el peso dentro del cuello lo tengo entero.
¿Qué hago con estas rumiaciones? Cada día hay una noche y siempre tardo en dormirme y me sobra el tiempo de pensar en la ausencia después de lo bueno, en la muerte y en tu muerte y en el duelo que llevo pegado por dentro. Mama, muchas veces no me bastan los recuerdos. A estas horas cuando lloro me transporto a aquellas otras. Hacía lo mismo, en silencio, atenazada por el horror profundo de que un día se te llevaran a esa parte, y te tenía en el cuarto de al lado y a veces nos acompañamos en el llanto. Tu sitio está vacío; me abrazo a él como entonces contigo. El tiempo pasa, tal vez me aleja o me acerca a ti. Seguro que te gustaría verme ahora. En casi dos años he tenido mucho tiempo para echarte de menos.
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