Como hay seis espacios en la casa, diremos que paredes hay veinticuatro. En el recibidor hay ciento treinta y tres libros, veintiséis fotografías, la caja de fusibles y una escultura que me llega a las rodillas. Pasamos a la salita que hace las veces de estar y de comedor. Hay un ventanal grande al fondo, pasa a raudales el sol, y cuando llueve se cuela el agua y tiene montada la repisita de madera que hizo mi padre, el balconcito a la medida de Gilda, y debajo está la mesa, que se abre siempre que viene más gente de la que cabe en la casa. El sofá, los cojines, la manta, la mesita de café (tres torrecitas de libros la tienen por morada); delante, el mueble grande y el televisor, el vídeo que está roto, tiradores dorados en cada cajón. La cocina es pequeña, no cabe un alfiler, no sé cómo consigo llenar de platos la encimera cada vez. En la nevera hay imanes, dibujos, papeles que no he decidido si tiraré, la nota de la farmacia de la última vez que me pesé, y en el suelo están los cuencos y el platito en el que de vez en cuando le ponemos jamón. Luego hay una habitación. ¿Habitación pequeña? El piso lo es. ¿Mi habitación? La otra lo es. ¿Mi dormitorio de niña? Si a los dieciocho años era niña... Siguen todos los muebles, la cama abatible está recogida, hay el tendedero, las botellas de agua y zumo y arriba las estanterías y más o menos otros doscientos libros. También toda la luz que viene por el balconcito. En el lavabo hay todo lo que es de esperar: bañera con ducha o ducha con bañera, mármol, espejo grande, pila, cajones y estantes, inodoro, bidé, y en medio ponemos la caja de arena. Y en la habitación (¿grande?), otro balcón igual de chiquito, la cómoda—sobre ella, más fotos, más libros—, la cama doble, las mesitas con sus lámparas a medida. Una hermosa gata blanca que se lame las patas, un chico absurdamente guapo que piensa bien y que me ama, memorias que estallan, toda mi vida pasada. ¿Cómo cabrá un día en las cajas de mudanza?
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