jueves, 21 de noviembre de 2019

La ducha

Ahora, mientras escribo, todavía llevo la toalla en el pelo. Me ha costado dieciséis minutos decidirme ir a lavarme el cabello, tumbada en la cama, inerte por dentro, viendo moverse tan impasiblemente el minutero. No sé cómo, he salido de debajo la manta, no me he detenido sentada, he sido capaz de buscar ropa interior limpia y el pijama.

En casa, para las duchas, nunca se cierra la puerta del lavabo, así Gilda puede ir y venir libremente, sin la extrañeza de qué habrá al otro lado. Normalmente, cuando uno abre el agua, ella ya se marcha, porque no quiere salpicarse, y ya se asomará más tarde a comprobar que las cosas siguen como ella las ha dejado. Hoy se ha quedado conmigo. Yo giraba la maneta del grifo hacia la izquierda y ella, con su delicadeza blanca, olisqueaba mi pijama, se aposentaba con sus maneras nobles sobre la taza del inodoro, no me abandonaba.

No me gusta tener que lavarme el pelo. Tengo mucho y tardo demasiado en mojarlo completamente, en aclararlo bien y en secarlo después. Sin embargo, y siempre ocurre igual, una vez estoy bajo el chorro, necesito quedarme hasta que se acabe el agua caliente (que no es mucho tiempo, porque la caldera es más bien pequeña). Voy siempre ajustando la temperatura a más. El espejo se empaña, el vapor se queda en el cuarto y la piel, a contraluz, humea. Hoy me ha sobrado tiempo después de aclararme bien el cabello y he podido quedarme un rato más, con la maneta completamente hacia la izquierda, hasta que he empezado a notar el frío. Viendo la elegancia de Gilda he pensado que debería escribir sobre ello, sobre sus patitas suaves bien agrupadas bajo su cuerpo y su parpadeo azul y lento.

Se ha ido al salir yo de la ducha. Me gusta también, después del calor del vaho, sentir el frío de la puerta entreabierta. Me transporta a vísperas tranquilas de hace tiempo.

Y así, sin permiso, me han venido a los ojos las lágrimas como alfileres. Era un recuerdo.

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