Al fin llueve. En la oscuridad de las
nueve, el suave tintineo de las gotas en el vidrio de la ventana me desplaza a
las tardes grises de mi infancia, cuando el paraguas ya estaba abierto en la
bañera, para secarse, y los zapatos mojados dormían dentro del bidé. Después de
mentir y decir que no tenía deberes, me sentaba en la mesa, que, por aquel
entonces, todavía era una tabla sobre dos caballetes, y dibujaba hadas o
escribía teatrillos. Siempre que he tenido que concentrarme me ha pasado lo
mismo, también en aquella época: irremediablemente, mi vista se desvía hacia la
ventana, hacia más allá de la ventana, y escudriña las luces azules de neón de
un hotel, los balcones del edificio lejano, las velocidades extrañas de los
vehículos que surcan la ronda, detrás del bloque de viviendas de los balcones,
el patio del colegio ya desierto, los chopos que ya no son chopos, porque los
cambiaron por otros árboles, el césped y las rocas sobre el césped, las
baldosas de las aceras, los bordillos grises, las carrocerías de los coches,
las farolas soñolientas, el vidrio de la ventana. Al llover, sobre todo, el
vidrio de la ventana, perlado de lágrimas celestes, como diamantes
resbaladizos. A veces devolvía la atención al folio; en otras ocasiones, no. La
serenidad constante de la lluvia lleva cautivándome toda la vida. El cielo casi
opaco, la fugacidad sorprendida de las gotas al fundirse con el haz de luz de
los faros de un Seat, y, de fondo, el beso múltiple del chaparrón fundido con
las series policiacas de mi madre, con el olor del caldo hirviendo, con el
familiar “clic” de la lámpara del comedor encendiéndose.
Mi madre me miraba la agenda a menudo. No
era la primera vez que yo escondía allí una nota de la maestra avisando de que,
otra vez, no había llevado los deberes hechos. “Me enfado porque me mientes”,
terminaba mi madre su regañina, y después me castigaba sin dibujos para el día
siguiente y yo tenía que agachar la cabeza ante el absurdo libro de
matemáticas, la tontería del ejercicio de catalán, el tedio del temario de
naturales. Pero fuera continuaba la lluvia, el teclado incesante del agua, y
dentro seguía el televisor encendido, la sopa preparándose y mi madre, aunque
molesta, queriéndome en el silencio de haberme castigado.
Al fin llueve de nuevo. Esta noche, en la
misma casa, ahora con mi gata, la tormentilla se confunde con el repiqueteo de
mis yemas sobre las letras. Sigo estudiando poco, sigo obteniendo buenos
resultados. Ya para siempre sin reprimendas, en el silencio, mi madre me sigue
queriendo.
🍀🍀🍀🍀🍀
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