Las luces nocturnas se deslizan
farola a farola
tras la ventanilla del coche.
Una ciudad a estas horas es
un enjambre de cuadrados prendidos
en las fachadas oscuras, irreconocibles.
Lo pensé una vez cuando era niña
y desde entonces no se me ocurre otra cosa:
cuando veo desde la autopista
el mar de luces de la urbe,
cada punto es magia
y su haz es enfermizo,
y me recorre entera la certidumbre
de que un día yo estaré muerta,
y no sé qué hacer con ello
sino suspirar, parpadear dos veces,
y seguir mirando el ejército encendido
de bombillas que también se apagarán.
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