martes, 11 de enero de 2022

Los ojos de la ballena

Como no había modo de que la maquinaria necesaria accediera a la playa, nos dijeron que, desgraciadamente, no se podía hacer nada por la ballena que se había quedado varada. Yo no me había atrevido a acercarme, porque no me creía capaz de ver aquellos ojos grandes, que seguro que eran tristes y cansados. Lo que nos pareció lo más compasivo que podíamos hacer era sacrificar a la ballena. Todo el pueblo se reunió en la plaza para votar qué hacer con ella, y, aunque a muchos nos tembló la mano al alzarla, el resultado fue unánime. Luego votamos a los encargados de eutanasiar al animal, que tendrían que decidir cómo hacerlo, y nos fuimos para casa.

A la mañana siguiente, los elegidos nos convocaron nuevamente en la plaza. Sacrificarían a la ballena mediante un ritual, y tratarían de ser rápidos para evitar por todos los medios posibles que sufriera. Nos plantearon que, una vez descansara el colosal animal, había que hacer algo con el cuerpo. Nadie quiso descuartizarlo y tirarlo al mar. Por algún motivo, nos parecía macabro devolver a su hábitat los trozos de lo que fue un ser vivo, en lugar de dejarlo entero en el agua, y dejar que se descompusiera en la playa no era una idea mejor. Así, resolvimos en comernos la ballena, pero lo haríamos desde el respeto, reflexionando a cada bocado sobre la situación que nos había llevado a tener que sacrificarla y comerla.

La eutanasiaron de noche para que nadie tuviera que presenciar tal cosa. Cuando regresaron, al amanecer, ya había gente madrugadora en la calle, yo entre ellos. En sus ojos vi una expresión de pena y cansancio, exactamente la que esperaba de los ojos de la ballena. A mediodía, aquellos cuatro elegidos seguían la misma mirada cuando volvimos a reunirnos en la plaza. Nos dijeron que la ballena no parecía una ballena ya, y que necesitaban voluntarios para repartir los trozos de carne por las casas. Calculamos que, si éramos constantes, en medio mes podríamos terminar de comer todo lo que recogiéramos aquel día. Como yo estaba fuerte, me ofrecí para ir a la playa. Era cierto: la ballena ya no parecía una ballena, pero tanto el agua como la arena estaban teñidos de rojo y el olor a sangre era tan potente que mareaba.

Aunque los voluntarios nos esforzamos mucho, hubo algunos trozos que no pudimos sacar de la playa. Como no los podíamos refrigerar y se iban a estropear, aquella noche fue todo el pueblo a la pequeña bahía, compungidos por lo que teníamos que hacer y por el olor a sangre. Encendimos una enorme hoguera, asamos y sazonamos los trozos y, después de unos minutos de oración por la pobre ballena, comimos en silencio, sentados alrededor de la hoguera, oyendo el crepitar del fuego y el rumor del mar. Nadie se movió del sitio hasta que se apagaron los últimos rescoldos.

Los días que pasamos comiendo ballena se hicieron muy largos. A medida que nosotros tragábamos la carne, una fría tristeza nos engullía a todos, y un silencio acuático se instaló en las calles. Parecía que aquello no iba a terminar nunca. Cierto día, comencé a oír unos sonidos que nunca antes había percibido, pero que entendía a la perfección. Usando ese mismo sonido, le pregunté a mi padre si él también los oía, y me contestó del mismo modo. Era una especie de melodía grave, muy grave, que le hablaba a mis entrañas y, tratando de olvidar el pesar que cantar así me producía, dejé totalmente de hablar como lo hacía antes para, simplemente, cantar. Pareció ser un acuerdo tácito entre todos y nadie volvió a pronunciar palabra.

El pueblo entero volvió a juntarse en la playa cuando ya quedaban sólo los últimos trozos. Otra vez la gran hoguera, otra vez la oración, y otra vez el silencio comiendo. Ya no había sangre en la playa; el mar se la había tragado, pero en el aire todavía estaba suspendido el olor de la muerte de la ballena. Nuevamente, nos quedamos sentados hasta que se extinguió completamente el fuego, pero nadie volvió a casa. En su lugar, en una larga hilera al borde del mar, nos tomamos de las manos y comenzamos a cantar. Los cristales de las casas reventaron y algún techo se derrumbó. Aún cantando, avanzamos agua adentro, hasta que nos cubrió totalmente, y desaparecimos así, tras un último vistazo al pueblo desde mis ojos fatigados y apenados.

Las calles ahora están calladas para siempre. Bajo el mar, en las profundas aguas frías, mi pueblo entona su canción triste.

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