martes, 29 de septiembre de 2020

Mi hija

 Mi hija dice cosas que dan miedo

cuando se enfada.

Se empapa entera de su verdad en un momento,

de la mentira airada,

calumnia con franqueza ciega

e instantánea.

Tiene una ventaja grande: conoce

en tan pocos años

muy bien la vida,

aunque

no creo realmente

que sea ventaja ser tan joven,

haber

vivido la muerte.


Mi hija

se declara viva cuando se enfada

(también

cuando llorando se derrite,

también cuando

se troncha a carcajadas),

y aunque amaine,

                    porque será infeliz si nunca amaina,

quiero que se parezca a mí:

que entienda letra a letra las emociones;

quiero que nunca llegue a

parecerse tanto a mí: que no

se quede a medio gas,

que no se pierda como en un sueño

la vida,

que descubra todavía tanto

bueno en los días.

Que no dejen de dar abrigo a la pasión

sus pupilas.


Mi hija se expande en el espejo

y me recuerda a mí.

domingo, 27 de septiembre de 2020

27/09/2020


...y protagonizar un reconfortante cuadro de costumbres.

sábado, 19 de septiembre de 2020

(¡)

(Como contiene una palabrota, ¿me lo publicarán?)

"¡Coño!", dijeron,
pero no era sorpresa,
era sustantivo.

Yo me miraba al espejo,
me miraba el sexo en el sexo
y no era soez lo que veía,
sino del placer desfiladero.

Me negué a pegarle a mi cuerpo
un nombre que no poseo.

lunes, 7 de septiembre de 2020

01/09

Levantarme tan temprano sólo para ver amanecer es algo que yo dormida no consideraba propio de mí, pero puse los pies en el suelo tan aprisa que no tuve tiempo de escucharme. Por una vez, me alegré de que todavía estuviera oscuro. Me lavé la cara y olvidé peinarme, y me puse un pantalón largo y un jersey.

Era primero de septiembre y hacía un par de días que corría un aire extrañamente fresco; amenaza, sin duda, del otoño que había de venir. A pesar de haberme vestido para ello, en cuanto abrí la puerta de la azotea, me impresionó nuevamente mi capacidad para subestimar mi sensibilidad al frío. A veces, en los veranos intensos, da la impresión de que nunca volverá a ser invierno. Aquella mañana se me rompió la ilusión.

El sol iba a despuntar delante de mí. Consulté el reloj: faltaban todavía veinte minutos para su salida. Sabía que me los iba a pasar tiritando. Arrimada a la pared, con el viento pellizcándome por debajo del jersey, esperé a ver los colores. De repente, la nube más baja, la más lejana, se sonrojó. Tuve que fotografiarlo. Tras ella, sus hermanas. Levanté la vista, encontré a Venus: ¡qué inverosímil que esos jirones oscuros fueran a pintarse como una rosa! Pero se volcó el sol y el amarillo y el rojo se derramaban contagiando al horizonte y a las nubes deshilachadas.

Volví la mirada más arriba otra vez. Tan sólo habían transcurrido dos minutos, dos colores, y Venus ya se había dejado de ver. A lo lejos, por los cauces de asfalto, los faros de los coches se deslizaban como hormigas de luz. Tan peligroso conducir a esta hora y tener ojos para ver... La mano dorada que acaricia al mundo, el fuego en el gris que se torna tímido y suave y sigiloso como un durazno, el azul resucitado después del sueño y el arilado rabioso, verso en la madrugada. Algún día, tal vez, moriría yo por mirar el alba.

Irrefutablemente, ya era de día. Barrida por los segundos, igual que Venus, se había extinguido la llama de la aurora. Cerré tras de mí la puerta, volví a casa, me quité la ropa, me metí en la cama. El amanecer perduró, pero se me fundió el frío al acercarme a tu espalda.