Levantarme tan temprano sólo para ver amanecer es algo que yo dormida no consideraba propio de mí, pero puse los pies en el suelo tan aprisa que no tuve tiempo de escucharme. Por una vez, me alegré de que todavía estuviera oscuro. Me lavé la cara y olvidé peinarme, y me puse un pantalón largo y un jersey.
Era primero de septiembre y hacía un par de días que corría un aire extrañamente fresco; amenaza, sin duda, del otoño que había de venir. A pesar de haberme vestido para ello, en cuanto abrí la puerta de la azotea, me impresionó nuevamente mi capacidad para subestimar mi sensibilidad al frío. A veces, en los veranos intensos, da la impresión de que nunca volverá a ser invierno. Aquella mañana se me rompió la ilusión.
El sol iba a despuntar delante de mí. Consulté el reloj: faltaban todavía veinte minutos para su salida. Sabía que me los iba a pasar tiritando. Arrimada a la pared, con el viento pellizcándome por debajo del jersey, esperé a ver los colores. De repente, la nube más baja, la más lejana, se sonrojó. Tuve que fotografiarlo. Tras ella, sus hermanas. Levanté la vista, encontré a Venus: ¡qué inverosímil que esos jirones oscuros fueran a pintarse como una rosa! Pero se volcó el sol y el amarillo y el rojo se derramaban contagiando al horizonte y a las nubes deshilachadas.
Volví la mirada más arriba otra vez. Tan sólo habían transcurrido dos minutos, dos colores, y Venus ya se había dejado de ver. A lo lejos, por los cauces de asfalto, los faros de los coches se deslizaban como hormigas de luz. Tan peligroso conducir a esta hora y tener ojos para ver... La mano dorada que acaricia al mundo, el fuego en el gris que se torna tímido y suave y sigiloso como un durazno, el azul resucitado después del sueño y el arilado rabioso, verso en la madrugada. Algún día, tal vez, moriría yo por mirar el alba.
Irrefutablemente, ya era de día. Barrida por los segundos, igual que Venus, se había extinguido la llama de la aurora. Cerré tras de mí la puerta, volví a casa, me quité la ropa, me metí en la cama. El amanecer perduró, pero se me fundió el frío al acercarme a tu espalda.