sábado, 25 de mayo de 2019

Estampa. Noche

Me despierto con el ruido del grifo abierto. Es tan, tan pronto que todavía es tarde. A mi lado hay un amasijo de sábanas y, debajo, un vacío. Te has ido hacia el agua. Con torcer la cabeza me basta: la luminosidad tibia de la pequeña luz de la cocina asoma por la abertura que has dejado para que la gata pueda pasar. A pesar de las pestañas enredadas y las mejillas calientes de dormir y del edredón pesando su sueño sobre la cama, no soy capaz de seguir aquí. Seguro que me has oído incorporarme y calzarme las zapatillas. No creo que sean más de ocho metros los que separan la almohada de la luz perpendicular. Me recuerda a las mañanas de mi infancia.

Te imagino un día, dentro de unos años, tratando de anudar una corbata o una pajarita, aunque creo que una corbata, con el cuello rígido de una camisa cara levantado, tapándote el cuello suave y milagroso. O tal vez no lleves nada de eso, es cosa tuya. No sé por qué, la habitación es espaciosa y está casi vacía, salvo por una alfombra circular, una cómoda, un sillón y un espejo de pie. Hay un enorme ventanal a la derecha y es sol de mediodía: qué bonito te sienta estar distraído y no saber que te miro desde esta noche.

Te sobresalto al abrir la puerta. Así que no me habías oído. Qué va, no con el ruido del agua. Llevas las mangas del pijama arremangadas y, en tu mano regada de jabón, está la esponja amarilla. ¿Estás lavando los platos? Ya ves. A estas horas... Era algo bonito para que te encontraras por la mañana. Es mejor tu carita dormida. ¿Por qué no te vuelves a la cama? Tú estás aquí y esta luz me encanta. ¿Qué hora es? No sé, de noche. ¿Quieres leche con cacao, calentita?

No sé si la escena se producirá como la veo. Es poco probable colocarte desde aquí una corbata sobre el cuello del pijama. Aunque estamos solos, la noche invita a hablar quedo, a una confidencia, a la sensualidad en la pereza. Le queda un rato al sol para salir y tocar el gran ventanal de la derecha. Mientras tanto, las tazas, las farolas amarillas, tú y yo, la gata, nos quedamos en la madrugada.

miércoles, 8 de mayo de 2019

Soplar para adentro

El texto que no ganó el concurso

Es tan, tan prontísimo por la mañana, que ni ha amanecido. Hace un frío tremendo, pero salgo a la terraza por la ventana de la habitación y me siento entre las macetas de menta y me pongo a mirar las nubes rosas. Es mi color favorito, el rosa del cielo. Es como si las pintaran con piruletas. Seguro que las nubes saben diferente cuando sale el sol que cuando se pone, y cuando el día es azul y cuando es gris. Además, todo está tan callado que ni los pájaros cantan, y se puede oír si te concentras mucho cómo el sol va saliendo por el paisaje.
   Como se oye todo, oigo unos pasos dentro de casa. Sé que son pasos de zapatillas entre gris y marrón y que arriba hay un pijama azul con rayas blancas y la cara de papá bostezando. Hace mucho ruido cuando bosteza. Papá abre el ventanuco de la cocina, con el frío que hace, y yo me subo a la escalera baja que hay en la terraza, que es sólo para mí, para quitar las pinzas de la ropa tendida, y me asomo desde fuera hacia adentro. Está papá poniendo el polvo del café en la cafetera.
   –¡Se estira el galgo! –le digo cuando se despereza.
   Un galgo es un perro muy flaco y muy bonito que corre mucho. La tía Asun tiene tres en el pueblo, uno de cada color, y se llaman Lagun, Sueño y Belarra. Siempre te saltan encima cuando vas a verlos, y, si te ven con la bicicleta, se ponen a correr a tu lado con la lengua fuera.
   –Buenos días, Esperanza. ¿Por qué no entras?
   –Porque amanece.
   Papá hace al revés que yo y se asoma desde dentro hacia fuera.
   –Es verdad, pero pensaba que igual te querías tomar el café.
   Desayunar con papá es lo mejor. Me calienta la leche, pero no tanto como mamá, que hace que le salga nata, y le echa una gota de café que hace que la leche se quede del color de la paja. Es lo mejor porque me trata como a una chica mayor. Me trata como a mi hermana Victoria cuando desayunamos. También me trata un poco como una chica grande el resto del tiempo.  Papá es bueno con todos, pero se enfada mucho a veces, como Victoria. Se enfadan igual. Cuando se enfadan el uno con el otro es como una guerra en casa, o eso creo, porque yo nunca he estado en una guerra.
   Papá también me enseña muchas cosas. Hoy me ha dicho que si pongo la boca como para soplar velas podré silbar, pero no sonaba nada y yo lo intentaba mucho. Lo he intentado con la boca llena de leche, por si hacía algo y sonaba así, pero lo he puesto todo perdido.
   –La que has armado...–me ha dicho papá, y se ha levantado a buscar un papel para limpiar.
   Yo he probado de su vaso de café y estaba asqueroso, sin azúcar. Para quitarme el sabor, me he comido unas galletas. Papá las moja de dos en dos y yo de una en una.
   –Vamos a ver–me ha sentado en sus piernas–. No vamos a desayunar hasta que aprendas a silbar.
   Y yo venga a soplar velas de cumpleaños que no existían y no me salía. Él me demostraba cómo era y yo lo intentaba copiar, y me concentraba mucho en silbar, pero no había manera.
   –Esperanza, tira el labio de abajo para atrás.
   Lo he hecho y además he soplado para adentro, porque para fuera no se podía, y ha sonado el silbido. Nos hemos reído y entonces he silbado cada vez que me terminaba una galleta. No podía esperar a ver a mi amiga Pili el lunes en la escuela y enseñarle que ya sé silbar.