Gracias a Marta Ribera Carrasquer por la inspiración urbana
La primera gota se aplasta contra el asfalto y es como una
triste profecía. Un segundo después, tantas como ella se suicidan desde su
hogar de ángeles y van a morir sobre el sucio pavimento de una ciudad voraz.
Esa urbe, grande, magnífica, burguesa, eterna, no está preparada para el cielo:
es suelo hacia arriba, acera vertical. Las hendiduras de sus baldosas, regadas
de orín, reflejan el gris mugriento de las suelas incesantes y apresuradas e
impotentes. No caben en la ciudad los paraguas.
La calle fagocita personas, las
digiere el enjambre de fachadas, desaparecen disueltas entre cortinas de agua.
El convoy subterráneo se para, el autobús no llega nunca, la gente se ahoga
entre sumideros incapaces de tragar tanta cochambre, tanta agua, tantas ganas
de olvidarse.
No está hecha para el cielo y no está hecha para la vida. Llueve, el orvallo salpica con indolencia los bajos de los pantalones, estrella, como átomos, personas como personas, confeccionadas para no soportarse, para el bufido y el ceño arrugado, y para el estupor de la nadería de andar, hora tras hora, corriendo como una hormiga enloquecida entre cajas apiladas, carriles bidireccionales, propaganda y oficinas.
El metro no aguanta, el colectivo se satura, las aceras se resquebrajan y las ventanas lloran por la abulia de la supervivencia en el progreso que llega a todos y nunca a uno.
Urbe a divinis, nolens volens. Otro día, tal vez, saldrá el sol. Como hoy −y como siempre−,
no será suficiente.
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