Escuché un estallido. Todavía tenía las mejillas húmedas. Me levanté y me asomé a la ventana. Cerca, en la ciudad de al lado, estaban lanzando fuegos artificiales. Tallos de luz reventaban en mil luciérnagas doradas, rojas y verdes, que se desvanecían en polvo. Inmediatamente, otra explosión. Los pétalos ígneos se confundían con las farolas. Las líneas áureas se expandían, henchidas de pólvora, y se fundían con la negrura. Como siempre, terminó en un alboroto luminoso, multicolor, frívolo y hermoso, dejando tras de sí una nube grisácea, casi transparente, que era como un pañuelo en un adiós. El verano, como los fuegos, se consumía. Sin embargo, me sentí vagamente reconfortada en mi noche triste. No todos tienen la suerte de despedirse de sus veinte con un cielo cosido a puntadas de luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario