Cuando éramos pequeñas, a la hora del recreo, los días tras la lluvia, buscábamos gusanos en la tierra y los metíamos en un cubo con barro y agua. Éramos grupos pequeños; como máximo cuatro personas, quizás, y en cuclillas, junto a las tapias, con un palito en la mano hurgábamos en el lodo resbaladizo, intentábamos enrollar las lombrices como espaguetis en el palito. No sé si cazábamos o pescábamos.
Corríamos a buscar al profesor para enseñarle nuestro hallazgo: tantos gusanos como encontramos secuestrados el cubo de plástico rojo. Los mirábamos con extrañeza, con fascinación, a pesar del asco que decía alguien. Se movían como por arte de magia, retorciéndose para esconderse. Siempre los devolvíamos a la tierra. No queríamos hacerles daño.
En un marco tengo una foto: éramos nosotras, las de entonces, con cinco años, la bata de cuadritos, las coletas deshechas, los pies torcidos. Las niñas que buscaban gusanos. Ahora, tanto tiempo más tarde, a veces nos retorcemos para escondernos. Alguna vez, sin embargo, asomamos la cabeza, como esperando una mano infantil que nos acerque un palito y nos meta en un cubo, y se maraville por cómo somos, cómo nos movemos, cómo salimos después de la lluvia.