Seguramente, ahora que empiezas a leerme crees que esto iba a ser otro de mis relatos breves, pero desde esta línea ya te aviso de que lo que tienes ahora ante tus ojos es un pedazo de mi alma desnuda, porque al fin he reunido el valor suficiente para escribirte. Ahora que no estoy, queda para ti toda la responsabilidad de entender mis palabras. Y es precisamente porque ahora no estoy que me atrevo a hacerte llegar esto, porque me paraliza el miedo de herirte o violentarte con estas páginas que, en realidad, son una carta para ti, que sólo has de leer tú, y que sólo pretenden que al fin sepas eso que me he callado durante este tiempo y que me mantenía en vela todas las noches. Y no me importan todas esas horas mirando el techo y dando vueltas entre las sábanas sin hallar nunca comodidad, porque las dediqué a pensarte.
He estado pensando en ti al acostarme, al subirme al metro, al salir de la ducha, al regresar a casa y al verte a lo lejos venir hacia mí cuando quedábamos para pasar un rato. Y sé que tú no te has dado cuenta, y tal vez por eso me vacío ahora en esta hoja, porque, por suerte o por desgracia, no me has visto a mí así, tecleándote estas letras, acostándome, subiéndome al metro, embotellando en mi memoria cada uno de tus gestos al hablar. Ahora que no estoy, dejaré que me veas.
Estas líneas soy yo. Yo soy quien te quiere demasiado como para haberte dicho todo esto antes, como para incomodarte y perder la oportunidad de ver cómo se te rasgan los ojos al sonreír con esa sonrisa tuya que no he encontrado nunca en nadie. Desde que me di cuenta de que al despedirte quería que te quedases pensando en mí, has hecho que tenga que pensarlo todo de nuevo, que me despierte temblando después de soñar en lo que no debo; me has hecho crear fantasías que nunca viviré, pero que he pensado tanto que ya se quedan en mí como una memoria.
No voy a engañarte: al principio me resistí, pero ya estabas en un detalle de cualquier escaparate, en un cielo limpio y en un cielo nublado, debajo de mi piel. Y te colabas en mi cabeza tonta, borracha de pensar en besarte y en que me beses, de pensar en ser tu deseo y en que tengas tantas ganas de mí que siempre estés feliz cuando te acuerdes, si tuviera tanta suerte, de mi olor, que es aroma de quien sueña con lo prohibido; y tampoco pude dejar de pensar en cuánto quería tus brazos alrededor de mí y mis labios en tu cuello, y de cubrirte a besos hasta las axilas, y perderme en el cuento infeliz de que algún día me mirases y pensaras tú que yo era quien podía calmarte por los días perdidos, y que sonrieras viendo esa serie porque me apareciese en tu mente como llevas tú tantas madrugadas allanando mi tranquilidad.
Pero cómo iba eso a pasar nunca… Mírame: incluso ahora que escribo desde la seguridad me aterra molestarte, porque no quiero saber que no es así para ti. Me da ansiedad cuando me recuerdo que todo esto es un imposible, pero entonces, con la guardia baja, mientras doy un paseo o miro por la ventana, eres como una canción que no deja de cantarse, porque ya es muy tarde: tú estás en todas partes y yo te he puesto en todas partes, y soy yo quien se pone la trampa de imaginarse por un instante fugaz tus labios, que han de ser tan tiernos, que se curvan cuando sonríes de una forma que dan ganas de morderlos. Yo me pongo la trampa de imaginarme cómo brillan tus iris cuando les toca el sol, cómo su brillo dorado supera a la propia luz que los enfoca para mí, soy yo quien se recrea con las puntas de tus pestañas y con la mera idea de encajar por una vez mis dedos entre los tuyos.
Sé que esto no está bien: yo me encanto vertiéndome en palabras y tú recibirás una carta de insensatez y desvarío que no te mereces, así que lo voy a escribir claro: no es que me gustes, es que me he enamorado de ti. Créeme si te digo que ya no distingo lo que pienso de lo que te cuento, porque al leerme tú esto es más real que nunca. Y me encantas. Me encanta la pasión con la que hablas, tu risa pueril y clara, la línea fina de aura que dibuja tu cuerpo que me enciende la carne y las ideas; la boca, sobre todo la boca (no te apures, no voy a insultarte con cosas indecentes que yo intento frenarme de pensar), y la forma de mirar, capaz de dar la vida y de arrancarla, y cómo derramas inteligencia con tus palabras, y todo tu talento que es una mina a medio explotar, y el fervor con el que defiendes, que me cautiva, y también me encanta cuando dices tonterías, y quiero abrazarte cuando lloras y cuando no lloras, y hasta me gusta cuando, sin saberlo, me ofendes, porque me recuerdas que, también sin saberlo, me tienes.
Aunque tenga miedo, no me da vergüenza confesarlo, porque eso es esta carta, una confesión. Mereces un millón más de páginas, pero tus recuerdos y los que son nacidos de mi pensamiento no caben en los diccionarios, porque ni siquiera me caben a mí en el pecho.
Ahora que llegas al final de esta carta no sé qué pensarás de mí, pero, te lo suplico, piensa de ti esto que pienso yo. Cuando estas líneas mueran, mi voz desaparecerá en la página vuelta, pero, aunque guardes la carta y no la abras nunca más, este amor tan tonto y tan serio que es mío quedará siempre para ti. Porque te quiero.
Te quiero.
Estimado lector,
has acabado de leer mi texto. Espero que te haya hecho sentir objeto de un amor tan profundo que te hayas creído especial al recibir las palabras de este amante ficticio. Puede que yo te conozca y puede que no, pero he de decirte que, exista un enamorado así o, como yo lo he creado, sea totalmente una invención, ese modo de sentirse sublimado mientras leías es como, en parte, eres, y si tú nunca te escribiste a ti mismo una carta de amor, que te sirva mi texto para amarte.
Cordialmente,
Leire
No hay comentarios:
Publicar un comentario